Lecciones (ignoradas) desde el otro lado del canal / José María Sánchez Romera

 

Todo el mundo ha quedado sorprendido por la brevedad del mandato de Liz Truss al frente del Gobierno británico. Churchill pudo batir ese récord cuando elegido como Premier el 10 de mayo de 1.940, a punto estuvo de no llegar a junio en el cargo. Poco popular en su partido, se vio obligado a introducir en el Gabinete de Guerra tantos competidores que su autoridad resultó comprometida cuando propuso su estrategia de resistencia ante Hitler mientras había dentro del ministerio una fuerte corriente partidaria de negociar con Alemania un tratado de paz. Solo pudo escapar del derrocamiento, práctica sadomasoquista del Partido Conservador, por el éxito de la evacuación de Dunkerque, lo que le hizo llegar reforzado a la decisiva sesión parlamentaria del 4 de junio e hiciera aquel ya mítico discurso del “lucharemos en las playas…”.

Churchill tanto cuando acertaba como al equivocarse nunca perdía un referente: la coherencia. Incluso cuando podía juzgarse de oportunista su posición, por eso aguantó años siendo maltratado por su propio partido al denunciar el rearme alemán. La Sra. Truss es y ha sido todo lo contrario, una oportunista incoherente y su final ha sido, en los tiempos que corren, un prodigio al aplicarse sin concesiones la fuerza de la razón. De firme defensora de la UE a encendida partidaria del Brexit, de libertaria económica a tímida defensora de una modesta bajada de impuestos agravada por un demencial y demagógico incremento del gasto público. Ha tenido pues su merecido. Es posible que Gran Bretaña atraviese una gran crisis, pero sus políticos no han perdido la objetividad, han visto el error y han actuado en consecuencia. Los problemas actuales del país son los males del Partido Conservador, querencia natural de los votantes tras comprobar a dónde los llevaron los años de hegemonía laborista. La izquierda solo puede volver al gobierno pareciéndose a los conservadores (Blair) o por los errores reiterados de éstos.

Pero pese a las críticas y los escándalos, lo que nos da la política inglesa es una lección de democracia y transparencia. Resulta llamativa la fruición con que la prensa española ha explotado el asunto de las fiestas de Boris Johnson en su residencia oficial. ¿Alguien imagina en España a la policía investigando y multando al Presidente del Gobierno? ¿Que en el parlamento los miembros de su partido pidan su dimisión? ¿Qué por unas horas de disipación se haga caer al jefe del ejecutivo? Por supuesto que no, habría tenido firmes defensores, se habría llamado irresponsables a los críticos y los medios audiovisuales hubieran tratado el asunto como un tema menor. Llama la atención ese cinismo que alcanza cotas groseras cuando quien está en el ojo del huracán es un político conservador. Las horas de programación que se dedicaron a las copas de Johnson son inversamente proporcionales a las que, por ejemplo, se conceden a la brutal dictadura nicaragüense.

Como era de esperar la debacle de la Sra. Truss no ha servido para que tomemos nota en España. Todo lo contrario, la izquierda ha aprovechado la ocasión para reafirmarse en sus políticas y decir que bajar los impuestos, especialmente a los ricos, es lo que provoca el desastre. Nada más incierto, las rebajas fiscales a sociedades y rentas altas, entre en el cinco y el seis por ciento de los tipos máximos, tenía un impacto mínimo en la recaudación del Gobierno. El problema lo crearon 150.000 millones de libras de gasto público agregado en la peor de las tradiciones keynesianas, lo que provocó el desplome de la libra y el hundimiento del bono británico, que obligó al Banco de Inglaterra a acudir al rescate. No existe precedente alguno de éxito económico apoyado en el derroche de recursos y la penalización del ahorro, eso es Keynes (según qué libro, todo sea dicho) y la actual política de Occidente. Si en España no estamos en esa situación es porque nuestra moneda es el euro, tenemos un paraguas que se llama Unión Europea, un BCE que compra nuestra deuda (de momento) y los presupuestos al final no acometen todo el gasto comprometido porque tampoco los ingresos dan de sí para hacerlo. Si tuviéramos moneda propia, nuestra actual deuda en euros se tradujera a pesetas, actualizada con la inflación, y tuviéramos que colocar nuestros bonos en el mercado de deuda en base a nuestra solvencia de país, ya hace tiempo habríamos incurrido en default y estaríamos haciendo cola en el Fondo Monetario Internacional.

España guarda con sus preferencias políticas una relación inversa a la de los británicos. Aquí se ha establecido una secuencia histórica de causa-efecto en la que el socialismo goza de primacía como elección que se rompe en favor de la derecha cuando las frivolidades presupuestarias llegan al límite. Llegados a ese punto unos adustos gestores ponen algo de orden en las cuentas en medio de desgarradas protestas contra los recortes que soportan resignados como cristianos arrojados a los leones. Ya dice Felipe González que la verdad es lo que la gente cree, un principio que conduce a que sea arrollada por la realidad que ignora porque hay quien se la oculta.

José María Sánchez Romera

 

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