La única alternativa al socialismo es el liberalismo, entendido éste como un esfuerzo intelectual de comprensión de la realidad con el fin de establecer qué funciona mejor en la sociedad, no debe considerarse por tanto una ideología como tal. Por otra parte las soluciones eclécticas no tienen más destino último que llegar al socialismo y asumen de forma más o menos consciente las consecuencias de éste. Cuando se habla de la sociedad del bienestar creada durante la posguerra se olvida que en aquel momento el nivel de intervencionismo del poder público en la esfera privada del ciudadano era infinitamente menor que el actual. La progresión del intrusismo del poder en todos los ámbitos de la vida humana no ha hecho más que crecer. Inclusive las idealizadas sociedades nórdicas tuvieron que volver sobre sus propios pasos en los años 90 y suprimir en gran parte el paradigma intervencionista que habían ido creando. El crecimiento del estado y su expansión no ha dejado de acrecentarse. Ya no basta con que el sector público disponga de cada vez más renta de los ciudadanos, es que además gracias a los medios de comunicación y las llamadas redes sociales, el nuevo opio del pueblo, tratan de moldear una moral bastarda al servicio del poder. Por consiguiente mirar hacia la idea liberal no es solo una cuestión de ciencia económica, también es una aspiración en términos de libertad de conciencia.
Una sociedad intervenida es contraria a una sociedad libre por sus propios términos, una sociedad intervenida entra en contradicción forzosa con la libertad. El afán omnirregulador del estado y la libertad resultan aspiraciones incompatibles. La cesión de la capacidad de decidir sobre nuestros proyectos vitales a un gobierno supuestamente benefactor tiene un precio que se paga en cuotas de libertad, pero no son los únicos costes de nuestra resignación, la primera es solo el primer plazo de una más grave renuncia que es la de pensar por nosotros mismos, elegir nuestras convicciones. Los procesos intervencionistas arrancan sobre apriorismos que tratan de hacernos ver que las determinaciones de una autoridad política tendrán la doble condición de ser desinteresadas en sus fines y además positivas en sus efectos y por tanto convierten en antisocial todo acto contrario a tales presupuestos. Pero lo cierto es que ni el dirigente tiene necesariamente más aptitudes para tomar decisiones correctas, ni sus intenciones quedan ajenas a intereses propios de todo orden. Por eso, además, para alcanzarse los fines políticos en la sociedad intervenida, fines que son los prevalentes, siempre va acompañada de un costoso e ineficiente aparato burocrático que haga eficaz la pulsión intrusiva del poder: controlar y dominar. Y cuando hablamos de ineficiencia nos referimos a su utilidad social, no a su capacidad de supervisión política, ya que para este cometido sí alcanza altos niveles de optimización.
«Un cuerpo social que en su mayor parte vive para cubrir gastos y destina el sobrante a ocio resulta tremendamente vulnerable ante cualquier eventualidad negativa que afecte a sus medios de subsistencia»
No hay que ser un sagaz observador de la realidad para advertir que contrariamente a lo que se ha ido proclamando en los últimos lustros, el estado del bienestar como atributo de las políticas intervencionistas no pasa de ser una expresión “comadreja”, es decir, aquélla que permite eludir la cuestión nuclear (parece que el origen de la expresión está en que la comadreja es capaz de sorber el contenido de un huevo y que el mismo parezca intacto). Lo cierto es que hemos transitado de una sociedad del ahorro a una sociedad de consumo porque esto último conviene al poder para recaudar más tributos (y de subirlos cuando sea necesario empleando toda clase de sofismas). Una sociedad no puede ser definida como de bienestar por el mero hecho de que la mayor parte de sus servicios esenciales sean de titularidad pública. De hecho si la pandemia se hubiera producido hace treinta años sus efectos habrían sido mucho menos devastadores porque la población en general estaba capitalizada, disponía de ahorros, y no habría entrado en quiebra de forma tan extensa con el parón de la economía. Un cuerpo social que en su mayor parte vive para cubrir gastos y destina el sobrante a ocio resulta tremendamente vulnerable ante cualquier eventualidad negativa que afecte a sus medios de subsistencia. Por eso actualmente el poder se ofrece como sustitutivo de cualquier mecanismo propio de resolución de la mayor parte de los problemas, aunque en realidad queda más expuesta a los embates de la adversidad. La disminución severa de los recursos privados poniendo todos los mecanismos de defensa en manos del estado hace más invulnerable el cuerpo social a los problemas. Sólo el grupo integrado por individuos autosuficientes puede generar instituciones sanas, si son dependientes hablar a la vez de libertad es un oxímoron. El progreso de la influencia pública ha precarizado a la larga a mucha más gente de la que ha mejorado, ha hecho perder nivel de vida a los que habían progresado y ha mandando a la supervivencia a capas de población que habían salido de la pobreza.
En una ocasión el primer ministro socialdemócrata Olof Palme le dijo al portugués Otelo Saraiva de Carvalho que en Suecia no querían acabar con los ricos, como el luso le había dicho que estaban en trance de conseguir en su país, sino con los pobres. La frase, cierta o no, apócrifa o pronunciada por Palme, no puede ser más reveladora de la diferencia entre dos ideas encontradas: la que hace avanzar a todos, aunque sea asimétricamente, y la que busca la simetría en el retroceso de los que más han avanzado. La igualdad no es buena por sí misma y de hecho es un imposible. Nunca podremos ser todos los seres humanos iguales más que en el tratamiento que nos dé la ley, porque en todo lo demás seremos distintos. No es sólo la economía la que nos distingue a unos de otros, también la inteligencia, la belleza, el optimismo, el afán de superación, el conformismo. No pasa de fantasía propia de la literatura utópica la igualación de todas las personas desde la acción pública. Y en todo caso, si reducimos la cuestión a los asuntos materiales, qué será mejor una desigualdad en la que todos mejoren su nivel de vida o la igualdad en la precariedad. ¿Qué es mejor ganar tres mil euros aunque otro gane un millón o que todos ganen mil euros?. Las aspiraciones igualitaristas comportan paradojas que su ensoñación no percibe.
La ideología puede entrar en conflicto con la razón que imponen los hechos, aunque aquélla sea producto de ésta y de hecho la soberbia racionalista entiende que solo el producto de un plan preconcebido y un fin previsto con arreglo al manual del intervencionista, es útil. Un profesor de Economía Política, cuyo nombre omitiremos, en eso que se llama un “paper”, publicó en el año 2.008 un trabajo sobre “Propuestas para el socialismo del siglo XXI”. En el mismo decía textualmente: “…en España, las cajas de ahorro gestionan el 51% de los depósitos, y las cooperativas de crédito otro 7%, de modo que la banca privada sólo dispone del 43% de los depósitos. Al margen de otras consideraciones, las cajas de ahorro, en general, han llevado una gestión más apegada a los clientes productivos (particulares, empresas y administraciones públicas) y han participado menos que los bancos en las finanzas globales como fuente de rentabilidad. He aquí un claro ejemplo de cómo la gestión pública es más eficiente que la privada bienes o servicios al conjunto de la población”. El autor de estas palabras, que además proponía “la socialización masiva del capital”, tiene una ideología estructurada cuyo discurso, racional en apariencia, acaba colisionando con la realidad a causa de su voluntarismo, error al que no es ajeno desde luego la propia manipulación de los hechos desde los que parte. Ese es el problema de los esquemas teóricos cerrados, que sólo toman en consideración los elementos que avalan el sistema. Peor aún, es que cuando ocurre lo contrario de lo previsto se persiste en la idea desacreditada y, en este caso, se propone nacionalizar el sector bancario (y con ello los depósitos de los particulares), ahondando el problema creado por la banca de gestión pública. Lo cierto es que que si el sector bancario sufriera una crisis irreversible la causa sería soportar una hiperregulación y no al contrario como algunos propagan. En otro sentido, siempre me ha llamado la atención que habiendo autoproclamado Marx como científica su propuesta de socialismo, en contraposición a lo que él llamaba socialismo utópico, todo el postmarxismo haya despreciado el mayor principio de la ciencia, el de prueba-error. El reiterado fracaso de los objetivos proclamados en sus teorías, nunca han sido abandonado, sólo han modificado los medios que en cada momento consideran más útiles para alcanzarlos.
Como demuestra la historia, sólo la libertad de comerciar hace crecer la riqueza y cuanto más libres son las naciones en todos los sentidos, resultan más prósperas. Si la consecuencia de crear riqueza es que haya ricos, que parece ser el gran problema ético del socialismo, ello no será una consecuencia negativa si a la vez la mayoría mejora sus niveles materiales de existencia, ése debería ser el verdadero problema, no la desigualdad. Las personas que crean riqueza no sólo la obtienen para sí, repercute en todos. Si impedimos operar a quien es capaz de crear riqueza, tal aspiración exterminadora viene a ser como acabar con quienes saben buscar las fuentes de agua, nos acabaremos muriendo de sed. Si los elementos más capacitados de la sociedad son desactivados, ¿quién creará la riqueza?, ¿el estado?.¿Dónde ha ocurrido tal cosa?.
Toda la ideología intervencionista está llena de planes que ignoran que el verdadero equilibrio se establece a través del orden espontáneo, ése que merced a siglos de experiencia ha ido creando y depurando instituciones como el libre mercado y que ha sido la causa del progreso incesante de la humanidad. Todos los ensayos constructivistas han terminado fracasando, empiezan con el Aleluya de Händel y terminan indefectiblemente con el Réquiem de Mozart. Su contumacia es, como escribió Hayek, una fatal arrogancia.
José María Sánchez Romera.
José María Sánchez Romera.