Texto: Javier Celorrio
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«Hacia el poniente, del lado que mira sobre el mar, mi casa enfrenta al castillo, pero hay entre los dos un espacio de muchos centenares de metros en línea recta, sobre numerosas caletas, desde donde todas las noches parten las barcas de los pescadores con sus luces encendidas». Pero eso fue hace mucho tiempo, tanto que ni los ya tan jóvenes recuerdan que eso fuese así. Pero hubo un tiempo; aquel tiempo en que los navíos no se habían perdido y… .» La Isla de Arturo, Elsa Morante
El horizonte nocturno del mar es un manto negro con luces que titilan como adornos misteriosos. Ese manto, en su parte baja, se festonea de un brillo que dibuja una estela cuyo reflejo tiembla hasta confundirse con la blancura pálida del rompeolas. Desde esa oscuridad proceden unas voces que a veces en sordina, pero otras intensas marca la oquedad negra que se extiende al frente: es la mar en su trasiego nocturno de traíñas o manpárras y sus voces, gritos ancestrales, son el aviso tradicional de los marineros en el avistamiento del probable banco de peces.
Así eran las noches de Amarcord o así son en el recuerdo cuando hoy estoy huérfano de ellas y la noche se intoxica de luminiscencia de paseos y costanillas en riberas que quieren ser siempre verano. Aquella oscuridad venía de un tiempo sucesor de otro que a su vez se adentraba en la tradición de generaciones de pescadores que cada madrugada faenaban y se afanaban en las redes con frías humedades en invierno o la cálida calma del verano. Mientras tanto, el no saber si aquel viviqueo nocturno tendría su beneficio o si al final al arribar a tierra vendría más vacío que el cestillo que contenía una cacerolilla con la manduca nocturna y algún pedazo de pan envuelto en paño remendado para migar con achicoria.
Con el resplandor de la celestía desde tierra los oteadores madrugadores ya advertían si la noche de faena había sido buena según cabeceaba o se escoraba la embarcación en su vuelta: «El Santa María viene cargao y el Chispa seco». En el primer caso los compradores iban esperando que el bote cabecero fuese descargando las cajas para ver si eran pijotas, sardinas, boquerones, melvas, boquerones o jureles. Luego venía la puja de la mercancía y más tarde las partes a repartir según la jerarquía de cada uno de los marengos que se acompañaba de algún puñado de pescado para llevar a la casa. Más tarde se procederá al remiendo de la red: las piezas extendidas como extensas mallas de ocre quemado sobre la playa, que pacientemente los pescadores se afanaban en ir cosiendo o añadiendo piezas nuevas a la zona de faja que de nombre hilacho se desgarra del arte (último término dado a la pieza de red). Brea del calafateado y salitre que impregna el aire. Aroma de una industria tradicional que cruza la historia desde la colonización púnica, según nos cuenta el exbibliotecario municipal, Javier Sánchez Contreras: «Desde el comienzo de la historia los textos muestran que la pesca en Almuñécar alcanzó niveles de desarrollo sorprendentes». Y según señala, «fue la colonización púnica la que permitió que los fenicios introdujeran las primeras técnicas practicadas en el Mediterráneo como la almadraba o la industria del salado y el secado para la fabricación del garum». Pero es durante la época romana cuando la actividad comercial de la pesca se intensifica para decrecer tras la caída del Imperio Romano y recuperarse en cierta manera en la época islámica».
Importancia que vuelve a decaer en la época moderna, ya que según argumenta Sánchez: «La pesca se reduce a las necesidades del consumo interior y al comercio con la ciudad de Granada. En esta costa, en constante amenaza pirática, la pesca siguió ceñida a las ciudades amuralladas, a los caladeros locales y a las artes y aparejos de playa». De hecho, hay constancia que tanto Almuñécar y Jate eran lugares de construcción y amarres de barcos.
Pero es a mediado de los años sesenta cuando el declive de sector empieza a mostrar su desgaste final, acaso debido a ese puerto pesquero que nunca se hizo, y se empieza a dar al traste con la economía del sector, unido a que la flota artesanal existente, en los años cincuenta y principio de los sesenta, va envejeciendo y el auge del turismo supone el desarrollo de la construcción y el sector servicio con una mejor remuneración de los salarios.
Ahora, Almuñécar mira al mar de otra manera: ya la «carná» es otra y el «palangre» tiene ramales de grúas con anzuelos de cemento. La nasa o el salabardo se convierten en singulares objetos de decoración y los parales, el sebo o el torno pierden el sentido de eficacia de propio artilugio artesanal. Quede aquí el recuerdo del tiempo cuando al litoral lo festoneaban aquellas voces, luces que cruzaban la noche y que dejaron sus estelas en la mar.