Los nombres y las cosas / José María Sánchez Romera

La votación de 23 de julio ha puesto fin a una campaña electoral tediosa, inoportuna y temeraria donde se ha abocado al elector a una decisión extrema completamente artificial sobre dos cosas que no existen: el pasado y el futuro. Votar a la izquierda sería el futuro y a la derecha volver al pasado, dos imposibles materiales muy útiles en las películas de ciencia ficción para entretenimiento de los adictos al género, con esas paradojas que suponen viajar en el tiempo para alterar los acontecimientos del presente. Lo cierto es que en esencia se ha votado para ratificar o modificar no ya el rumbo político que ha imprimido la heterogénea coalición que ha gobernado de facto el país, sino también un estilo de hacerlo. Fijada la cuestión trascendental es interesante analizar cómo se conforma la teoría futurista que impulsa el salto al hiperespacio progresista. Y siguiendo en ese orden metafórico: ¿eso nos llevará al plácido y fraternal Aldebarán o caeremos bajo la amenaza de ser destruidos por la Estrella de la Muerte?
Una precisión importante: lo político no designa una cosa, sino que califica algo, cuestiones muy diversas (Jouvenel). Por tanto, cuando en la conversación pública se debate sobre unos determinados temas no hablamos de cosas en sí mismas, máxima aspiración del conocimiento, sino de cómo se entienden desde un punto de vista político específico que será lo que oriente el sentido de las decisiones que se adopten desde el gobierno en tanto que es quien está capacitado para elegirlas. Los hechos que se tengan en cuenta como relevantes para tomar unas u otras decisiones serán decisivos para la eficacia de las medidas que se adopten y en esa elección intermedia que las decanta se cifran las esperanzas de avance para cualquier sociedad. El proyecto progresista se pretende por oposición a su contrario, sea o no cierto y no nos vamos a enredar divagando de nuevo sobre la mentira, con algunos temas muy principales y entre ellos cuatro muy señalados como el ecologismo (radical), el feminismo (radical) y todas sus derivadas, un determinado entendimiento de las libertades públicas y una política económica intervencionista como pretendida herramienta de justicia social. Contra lo que puede parecer todo son nombres, no cosas, que permiten eludir los hechos que sirven a un método que no tiene otra finalidad que confirmar lo que previamente se ha proyectado. Nada es lo que se nombra y todo se basa en desechar cuanto pueda cuestionar el sistema que se propugna al margen de sus resultados, en lo que se persistirá incluso cuando sea un fracaso. El socialismo (“hermano menor del despotismo”) nos ofrece pruebas reiteradas de esto.
Conforme a la interpretación progresista de los resultados electorales todo lo que no sea VOX o PP es progresista en la medida en que pueden ser potenciales aliados parlamentarios de los dos principales partidos de la izquierda de cara a formar un gobierno. En consecuencia, es progresista BILDU, sucesora a título universal de la banda terrorista ETA; JUNTS, ideológicamente de centro-derecha y partidaria de subvertir por cualquier medio (legal o no) el orden constitucional; ESQUERRA REPUBLICANA, formación de izquierdas que también pretende derribar el orden constitucional sin importar la vía y doblemente rebelde contra la legalidad en nuestra historia (1.934 y 2.017) y el PNV, traído al progresismo desde en antiguo “Gibraltar Vaticanista” de los años 30 con el que soñó convertir el País Vasco como partido de adscripción católica. Pero no es el progresismo según lo entiende la izquierda lo que identifica ideológicamente a estos partidos, al contrario, la esencia que los une es su nacionalismo y por tanto el nombre que reciben designa una cosa distinta que únicamente responde a un interés político. Dos de esos partidos están claramente en el centro-derecha sociológico y los otros dos en la izquierda, los primeros nunca votarían bastantes de las leyes económicas y de otra clase del actual Gobierno y los segundos pertenecen a las alegres comadres del gasto público desenfrenado y de la ingeniería social. La cuestión es que todos apoyarían prácticamente lo que fuera para lograr el principal objetivo que es la secesión de sus respetivos territorios porque un sistema electoral perverso permite la subasta de sus asientos parlamentarios conforme con base al principio del mejor postor. En ese empeño las tácticas les funcionarán a unos mejor que a otros según el momento, pero el peso de sus posiciones ideológicas juega un papel secundario por el objetivo superior de la independencia y el conseguir habitualmente su apoyo por parte de la izquierda demuestra lo relativizada que tiene la idea de España como nación.
Por ello no está tan claro que la insuficiente victoria del PP y los votos concurrentes de sus potenciales aliados de cara a la formación de un gobierno sea la ratificación de un sesgo ideológico de izquierdas en el conjunto de España. La cuestión es que las tensiones territoriales distorsionan y dejan a un lado otros asuntos como los económicos y los de tipo moral creando una apariencia de mayoría sociológica irreal. Si el PP aceptara un referéndum de autodeterminación para Cataluña o el País Vasco tendría los votos nacionalistas a su favor en bloque, lo que siguiendo el razonamiento de la izquierda los convertiría en derecha, pero no hacer tal concesión es lo que marca la diferencia entre gobernar a cualquier precio y atenerse a ciertos principios. Otra cosa es que mientras ese espectro ideológico actualmente insuficiente no se plantee una alternativa política sólida, que sólo puede estar basada en lo mejor del liberalismo humanista y democrático donde cada persona es importante en sí misma y no un elemento yuxtapuesto a la estructura Estado, el electorado seguirá votando con las vísceras.
José María Sánchez Romera
 

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