Pensaba sobre qué asunto iba a escribir esta mañana en el patio. Sobre “el Rubiales” y su cohorte de rufianes del aplauso, no. De ninguna manera. Pensé en los que preparaban, con tristeza, las maletas del regreso y en los que nos quedamos y después de dos meses volvemos a las caras conocidas y los saludos de la amistad. Hay un breve y emocionante texto de Josep Pla sobre ese asunto. Lo leí hace muchísimos años por recomendación de mi querido Arcadio López-Casanova , de quien tanto aprendí, pero ya no está para escribirle y preguntarle. Empieza uno ya a vivir rodeado de ausencias.
También sopesé decir algo sobre la vuelta a clase. Los reencuentros, los relatos de la muchachada, pero eso ya no debe de existir. Están al instante de los sucesos de sus vidas por el cordón umbilical del móvil. Y con muchas, muchísimas fotos además.
Así que bajé con mi perrillo Enero a dar un paseo hasta la terraza del Marina Playa y tomarme un café y media de tomate. A ver si se me ocurría algo. En esas situaciones de no tener nada que contar, siempre recuerdo lo que cuenta, tan maravillosamente, Carmen Marín Gaite. Dice que ha desayunado con Juan García Hortelano en una de las cafeterías de la Plaza Mayor de Salamanca. Cuenta la escritora la emoción con la que despliega sobre la mesa de la biblioteca la documentación sobre el ilustrado Macanaz, preparaba su tesis doctoral sobre él, y el secreto regocijo de pensar que posiblemente hacía muchos años -¿doscientos?- que nadie había leído aquellos papeles. Y es en esta reflexión emocionada cuando Martín Gaite habla del desayuno con su amigo y la sentencia que había dejado caer: “Se puede hablar mucho de muchas cosas, muy poco de uno mismo y nada de los demás”. A saber por qué la novelista recordaba aquella frase mientras desempolvaba los escritos de Macanaz. Yo la he repetido muchas veces desde entonces. Mis amigos lo saben bien. Y ese podría haber sido un asunto de interés, quizá. Las palabras de Hortelano son una máxima sobre el respeto, la humildad y la vida interior. “Todo sucede dentro” decía Juan Ramón Jiménez. Y eso “dentro”, reflexiones, lecturas, sentimientos, percepciones fugaces, es un pozo sin fondo del que hablar o escribir. Juan Ramón dedicó su vida y su obra a esa vida interior.
En esas divagaciones andaba yo cuando dos mujeres se sentaron en la mesa de al lado. Madre e hija, como bien supe luego por extenso. Tardó poco en unirse a la familia un muchacho. “Buenos días”, “que aproveche”, dijo al pasar junto a mi mesa. Abrí el móvil para ver los desastres del día y volví a mi media tostada. Y de repente, de la mesa de al lado llegó una humarada de marihuana, que tembló hasta la palmera. El fumador repetía cada dos palabras el apelativo “reina” para dirigirse a las dos mujeres. Entonces supe que era huésped en casa de sus parientas, que se quedaría hasta el viernes, reina, que el aparcamiento era un robo, reina, y que había que buscar un sitio barato para comer porque todo era un atraco, reinas. La reina mayor comentaba que no podía bañarse porque no se había traído el bikini y además no podía darle el sol en la oreja (sic). Reprendió al fumador que apestara la casa con los porros. “Sólo fumo en mi cuarto, reina”, se defendió él. “A lo mejor se cuela el humo por las rendijas de la puerta”. ¡Glorioso!
Procuraba yo leer, entre el debate familiar, un artículo sobre la vuelta a la aulas y lo mal que estaba la enseñanza de las humanidades. Decía el autor, más o menos, que con las perversas leyes de enseñanza hoy en día sólo se explicaba “La Celestina” para denunciar las actitudes machistas. Se quedaría sin lápiz el censor de tanto subrayar, pero si se leyera la obra sólo para eso, ya sería algo. Ahora se lee “La Celestina” tan poco como antes. Un libro de esa complejidad requiere bibliografía de apoyo para el maestro, que le ayude a interpretar su hondura y su esplendor y así poder aproximarlo a los alumnos. Repitiendo tópicos y lugares comunes no se despierta el interés por una obra. También lamentaba el artículo que tampoco se lee “El Quijote”. ¡Qué pena! Con lo que se leía antes.
Cerré el móvil y enchufé la antena al sainete de la mesa de al lado. Allí sí que estaba Cervantes redivivo. Recordé a mi amigo Andrés Cárdenas y pensé en el divertido artículo que él habría escrito.
¡Va por usted, maestro!
Tomás Hernández