Cuando oigo, como el otro día, a un reportero de playa afirmar con júbilo que el personal estaba disfrutando de un día de libertad junto al mar y una excelente climatología, se me abren las carnes en canal y me siento un marciano en la tierra. Aparte de la palabra libertad en una playa más abarrotada que un ferial de pueblo en fiestas y la palabra climatología, que ya ha desbancado en todas partes a la más apropiada de meteorología, lo que llama mi atención –y lo hace siempre– es afirmar con alegría que una temperatura de 40ºC es excelente noticia. Pero ahí está y se repite cada dos por tres. Las dos insensateces, la libertad marina y la bondad de los cuarenta grados, pertenecen al léxico de exaltación del turismo como riqueza nacional. El turismo con móvil es la evolución por masificación del viajero con un vademécum donde anotaba sus vivencias. Alguna vez me he referido al libro de Bruckner y Finkielkraut “La aventura a la vuelta de la esquina”. Dice, como advertencia preliminar a propósito de la degradación de los viajes, que antes, en los pasados siglos, cuando alguien regresaba de un viaje, se le preguntaba: “¿Qué cosas te han pasado?”. Ahora la pregunta es: “¿Qué has visto?”. Y ni siquiera eso. Ahora diríamos: “¿Cuántos cientos de miles de selfies te has hecho?”.
De la misma manera que la insensatez del reportero llamó mi atención, lo hizo, en sentido contrario por su lucidez, una mujer anónima en una entrevista de calle en los alrededores de la Sagrada Familia de Barcelona. “Esto es un parque temático y los vecinos del barrio somos los figurantes”. ¿Qué más añadir a tanta precisión?
El invierno pasado fuimos Almudena y yo a la mágica ciudad de Baeza. Me llamó un buen amigo para preguntarme si cenábamos juntos y reservaba mesa. “Mejor un garbeo por las tabernas”, propuse. “Eso ya no existe”, me contestó rotundo. Y llevaba razón. Nada más entrar en la taberna reservada, un solícito camarero con mandilón y maneras de sumiller, al pedirle yo un vino tinto, me preguntó si prefería merlot, garnacha o sauvignon. “Un vino de taberna”, le dije. Mi amigo Salvador todavía bromea con la respuesta.
A la mañana siguiente, cuando quisimos visitar algunas de las iglesias o palacios de la ciudad, resultaba incómodo moverse entre grupos de visitantes siguiendo el paraguas de los guías. En las recogidas calles que rodean la catedral, donde fuinos en busca de sosiego, los mismos guías, los mismos grupos, descifrando la leyenda de un escudo en el dintel de una casa. “Ir de piedras” llamaban mis sobrinos de Linares a aquellas excursiones por las maravillas de Úbeda y Baeza.
No tengo nada en contra del turismo, todos somos turistas en cuanto cambiamos de barrio o de ciudad. Pero el binomio perverso turismo-masificación habrá que pensar en equilibrarlo. Casas de vecinos convertidas en mini-apartamentos turísticos ruidosos, barrios inhabitables, hogares antes, decorado para figurantes ahora, ver la belleza del mundo a toque de silbato u orden de megáfono.
El basurero en que se han convertido las cumbres del Everest es el ejemplo más alto de este deterioro.
Tomás Hernández