Pocas cosas más efímeras que la mesa de novedades de una librería. Ni las mismas rosas. Por eso, a los pocos meses de su publicación, cuando se ha apagado ya el rumor de las presentaciones y las reseñas laudatorias, la luz del libro languidece. Hay gloriosas excepciones.
Vemos que la Biblia sigue siendo uno de los libros más vendidos. ¿De verdad hay tanta gente leyendo la Biblia? Ya sé, y me gusta por eso, que es uno de esos libros interminables. Un libro que encierra en él todos los géneros: la historia, el culto religioso, la antropología (Levítico), el derecho, tratados sapienciales, poesía y el “Cantar de los Cantares,” ese poema único y excelso. Hasta los ufólogos encuentran material en ese libro.
No voy a hablarles de la Biblia porque poco sé, pero sí de la manera en que un libro publicado hace una década llega hoy, tan tarde, a la mesa de estas mañanas en el patio. Ya sé que no es un hecho insólito, pero mi relación con este libro tiene sus curiosidades.
Tuve noticia de él cuando se publicó, en el año 2011. Y tuve interés cuando supe que trataba de la época del terror nazi. El libro era, es, “Poemas a quemarropa” de Juan Carlos Friebe. No quise leerlo porque, en esos años, andaba yo escribiendo un poemario sobre el mismo asunto y la misma época. Y, como me dijo un día un pariente, “no quería contaminarme”. Este pariente mío estaba a punto de jubilarse y, al preguntarle yo a qué iba a dedicar su tiempo, me dijo: “Voy a escribir filosofía”. Más que atónito y más que perplejo me dejó la rotunda afirmación de mi pariente, un hombre que había dedicado su vida, con éxito, al negocio inmobiliario. Pero, de alguna manera, había que disimular y romper el silencio. “¿Y sobre qué autores o corrientes filosóficas piensas escribir?”. “No lo sé, nunca he leído un libro de filosofía”. Sólo tuve resuello para musitar otra pregunta: “¿Y eso?”. Contestación: “No quiero contaminarme”. Pues eso, que tonterías decimos y hacemos todos, no sólo mi pariente. No leí “Poemas a quemarropa” para no contaminarme.
El libro de Friebe es un poemario de complejidad y una rara belleza, la belleza del horror, aunque suene sacrílego. Pero quien haya leído, o lea, “EIN DUTSCHES REQUIEM” sabrá de qué hablo.
“Lo que sí recuerdo es esto.
Recuerdo a Hannelore tragando tierra y baba mientras nos
mirábamos llorando.
Recuerdo a Ilse desangrándose cubierta de semen y sus labios
morados de frío como con una escarcha densa y blanca y
blanda sobre pétalos rotos de rosas moradas.
Lo que sí recuerdo es que Irmgard ya estaba de cuatro
y que las madres daban cianuro a las niñas más pequeñas
hasta que sólo quedó un jirón de blusa y matarratas.
Y nuestros llantos, antorchas que se fueron, poco a poco, apagando”.
Antes de hablar de mi admiración por este libro, quiero agradecer a mi amigo Javier Gilabert, quien a propósito de una conversación, me envió dos días después un ejemplar de “Poemas a quemarropa” como regalo. Gracias.
Como ya dije, es un libro de complejidades, de osadía incluso, de belleza interminable. Unos poemas recogen testimonios o recrean biografías de personas sacrificadas en los campos de exterminio o de algún superviviente que vivió en el horror. En otros, la perspectiva se amplía y lo particular se convierte en común. Hablan otros de los horrores de la guerra, los asesinatos colectivos y las fosas comunes.
Hay un poema, “VEDEM”, donde se expone la dificultad, la imposibilidad, de hablar de esos tiempos, “Jamás entenderán nuestros poemas”, y se resuelve, magníficamente, mediante una concatenación de metáforas y la repetición. La incapacidad para expresar como propia la experiencia del horror, lo que sería impostura, adopta la vía indirecta de personificar los poemas como carne de víctima. “Nuestros poemas hieden a orín y heces”, “tienen la piel cuarteada”, “nuestros poemas son austeros”, “nuestros poemas tienen las sílabas raídas”, “nuestros poemas muerden como perros mendigos”. Escribir sobre la vida inhumana, en el sentido literal de la palabra, la animalización primero, la cosificación después de la identidad humana, y hacerlo con versos hermosisimos jalonados de trallazos que conmueven: “Van a morir muy pronto, pero aún no lo saben”.
En todo este relato se intercalan temas recurrentes, Pandora, Prometeo, Epimeteo, Pirra y Deucalión, como un recordatorio clásico.
Pero nada serían estos “Poemas a quemarropa” sin ese lenguaje poderoso, sin la tensión incesante con que fueron escritos y los leemos: “Pensaba si en las sombras poderosas, si en las amargas lágrimas preciadas, si en las tristes caricias ensoñadas más belleza no habría que en las rosas”. Con esa osadía a la que me refería antes de las rimas internas en consonante.
Cierran el libro dos textos imprescindibles para entrar en la profundidad del poemario. “Auschwitz vía Terecín”, donde Alfonso Salazar entra en la deshumanización, más cruel que las torturas o la muerte, en la filosofía de Auschwitz y los otros campos. Y las notas de Friebe sobre cada uno de los poemas, el ambiente y la circunstancia que los motivó, enriquecen y nos acercan, aún más, al espíritu que encierra todo el libro.
Tomás Hernández