Mirar a Cuenca / José María Sánchez Romera

El Gobierno de España se desenvuelve de modo paradójico entre el enorme poder institucional que acumula y el escaso poder político del que dispone. Y tiene su lógica, seis años de gobiernos débiles sostenidos por minorías mercenarias han dejado como secuela una labor legislativa de escasa coherencia y técnica deficiente, con resultados catastróficos en algunos casos, que ha tratado de ser compensada con la sucesiva acumulación de poder institucional en organismos que fueron concebidos para la neutralidad política. Tantos años de funambulismo político transitando por la cuerda floja para mantener la dirección del Gobierno Central ha modulado de manera definitiva el frankenstein que Pérez Rubalcaba anticipó cuando conoció los planes de formar un ejecutivo sobre la única base de cegar la posibilidad de alternancia normal en el poder sobre la base de dos partidos sistémicos. Esto último también ha representado indudables y graves problemas que no pueden negarse con terquedad woke cuando impugna cualquier evidencia que resulta incómoda. La estabilidad del sistema pese a todo es requisito del equilibrio general de la sociedad y esto es un valor que, visto desde la perspectiva de esa mayoría social a la que tanto se dice querer beneficiar, debería convertirse en el objetivo primordial. Eso además facilitaría los consensos con la Oposición que ahora sólo se buscan cuando las facciones gamberras que mercadean con el Gobierno sus apoyos deciden que la suerte del conjunto de los españoles les trae sin cuidado. Por último, también se desterraría el desasosiego que provoca oír ciertas majaderías que pueden acabar en el BOE con el fin de dar de “foco” y relevancia a algún grupo amenazado de descomposición.

En este momento tenemos planteados dos graves problemas, de índole muy distinta, pero que responden al cosmos que se ha formado a lo largo de estos años genuinamente pendulares. Por una parte, tenemos la llegada masiva de emigrantes en lo que empieza a ser una cuestión humanitaria no sólo para los que llegan sino también para los que ya están. La gestión migratoria no puede quedar únicamente reducida, sin dejar de serlo, a un problema ético, porque si esto es simplemente así lo que tenemos que hacer es abrir nuestras fronteras sin restricciones y permitir que todo el que se diga perseguido, víctima de la guerra o de la pobreza venga a España donde será atendido. Lo ético se contraviene cuando un concepto tan elemental como el de límite es desconocido de modo deliberado sabiendo que se va a caer en el caos y desorden. Es imposible gestionar la llegada indiscriminada de miles de personas desarraigadas y sin medios, salvo que lo pretendido sea justamente que se llegue a una situación de descontrol. Este martes escribió en su columna de El Mundo Raúl del Pozo que “la inmigración es la nueva forma de lucha de clases” y no pudo ser más transparente: si ya no hay proletariado para la revolución (¡qué buenos viejos tiempos!) hay que recrearlo, para eso se inventó la ingeniería social. Los inmigrantes no son delincuentes por naturaleza, obvio, lo que sí se les puede es abocar a ella por necesidad y ésta vendrá impuesta cuando los flujos no puedan ser acompasados a la capacidad de quien tiene que acogerlos. No se sabe qué perjudica más a la causa de la inmigración si quienes quieren asimilarla a la delincuencia o los que aspiran a colectivizar a los inmigrantes sin distinciones para sus propios objetivos ideológicos. Es dudoso que se pueda sostener con un mínimo de coherencia que cualquier método de control de la llegada de inmigrantes sea inhumano, más inhumano aún es que vengan aquí para ser abandonados a su suerte para ser bandera de agitación política. En este asunto se quiere aplicar un rodillo ideológico que es un hito más de un proceso deliberado de deconstrucción del sentido común más elemental.

La otra cuestión del verano, el pacto fiscal PSC-ESQUERRA a cambio de la investidura de Salvador IIla, no puede tener un buen final. El asunto es bastante simple, con el mismo dinero no se pueden dar mejores servicios ni resolver los problemas de financiación del resto de comunidades del régimen común. Y para compensar no queda más remedio que subir impuestos y tirar de deuda (el que venga detrás que arree), dos recursos respecto de los que ya rozamos lo económicamente viable. El Gobierno lo tenía claro hasta hace muy poco tiempo y decía el sistema fiscal exigido por el independentismo catalán es inviable, sin embargo, para eso está la necesidad, para convertirla en virtud, algo a lo que Rajoy se negó y ahí fraguó su principio del fin por negarse a esa componenda con los dirigentes nacionalistas. Ahora, que la Comunidad catalana recaude y se quede con todo a cambio de una vaga promesa de solidaridad interregional, un oxímoron en quien quiere separarse del resto, es la mano del mago hace mirar para que no se descubra el truco. Los esfuerzos dialécticos para justificar este nuevo cambio de opinión por parte del Gobierno, que siempre coincide con lo que más conviene políticamente, son puro dadaísmo, charloteo sin coherencia que no puede conducir más que a la indigencia intelectual. Fruto de ese esfuerzo imposible ha sido la pretensión de considerar “singulares” a las provincias de Soria, Teruel y Cuenca que debido a su decadente demografía gozan de modestas ayudas públicas, y que han querido equipararse con el hecho de dejar a Cataluña como dueña y señora de todos sus ingresos fiscales. Se trata de un discurso que nace muerto y que sólo trata de ganar tiempo para ver cómo puede recomponerse la situación lógicamente a base de nuevos equilibrismos con los que salir del paso.

Lo más notable después de todo es ese lapsus freudiano al referirse a Cuenca con toda la fuerza de sugestión que posee en el imaginario popular, donde se atisba un mensaje implícito que casi ordena dejarse de las cosas complejas de la política (inmigración, concierto, cupo…) y adoptar la posición correcta para mirar hacia la Ciudad Encantada.

 

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