Mis crónicas de agosto 03 / Una historia incorrecta

 

«La película descubrirá esa imagen que a un tiempo somos y no somos nostros, que podría leerse como un anuncio de nosotros, de lo que fuimos, más bien, o de lo que podríamos haber sido caso de no acabar precipitándonos contra las rocas» Estrella de Diego

Debido a los expuesto y otras causas que se leerán, las siguientes narraciones son objeto de invención y nada de lo que se titula, al igual que sus personajes sucedieron. O al menos, el autor así lo afirma.

EL DÍA QUE LLEGÓ ELLA ( “Nunca hubo diva tan coñorizada”)

La aparición, pues prodigio fue a lo que se verá, de una afamada star de Hollywood, a la que los estudios encumbraron en los años treinta y cuarenta del siglo XX, para descabalgarla de todo fasto y fama en la década de los cincuenta, constituyó uno de los primeros acontecimientos que aquel hotel llamado Sexi regaló a los habitantes del pueblo o acaso desilusión, pues sus nativos comprobaron, que la gran pantalla era una fábrica de sueños que nada tenía que ver con la realidad. Y es que aquella actriz, bomba erótica en sus interpretaciones calificadas siempre como de peligrosa por la censura del nacionalcatolicismo, al natural, se decía en las calles del pueblo, destemplaba la imagen de hembra de rompe y rasga capaz de cualquier seducción por el simple hecho de arquear una ceja o con la fuerza de un gesto, aquel singular de echar para atrás su leonina melena, enloquecer a los machos legendarios que habían forjado las hazañas militares de las civilizaciones que en el mundo han sido. Para entendernos, al natural, sentenciaron las damas del lugar que, por cierto, nunca llegaron a verla, valía poco («un gato, doña Manuela, un gato…» ) Y es que a Blanquette Stone, conocida en el siglo como la Bomba Rubia, si fue cierta su estancia en aquel pueblo, apenas la llegaron a vislumbrar una docena de vecinos. Pero al correr la noticia no había absolutamente nadie que no la hubiese visto, e incluso se podría llenar un volumen de un centón de páginas con todas las anécdotas sobre el acontecimiento.

Ya hemos dicho que, cuando la Gran Rubia se instaló por unos días en aquel hotel llamado Sexi, hacía tiempo que el Olimpo del siglo XX había decidido jubilarla de su nómina de celebridades, y si en otras latitudes su presencia habría pasado desapercibida, en la nuestra, con atraso considerable, seguía su fascinación vigente y alguna de sus películas, sobre todo las de temática bíblica, seguían programándose en el cine del pueblo. Mas, es de recibo realizar un paréntesis en tanto y cuanto la personalidad de la actriz, y nuestra propia historia, lo requiere.

La Bomba Rubia, como también se la conoció, tuvo una trayectoria vital mucho más interesante que sus interpretaciones desmedidas e histriónicas de todas aquellas heroínas a las que la historia oficial de los vencedores había convertido en criaturas de bajos instintos y Hollywood las retomaba en insignes pecadoras para uso exclusivo de los altares de culto kitsch muy revestidos sus pecados de alta peletería. Al caso, sus dosis de independencia en cuanto al sistema de estrellas y una marcada postura de rebeldía contra los estudios, le valió categoría de venenosa para la taquilla; pero, además, transgredió los códigos más elementales de conducta exigido a los actores por las productoras, al no admitir ciertas imposiciones en cuanto a su vida privada, y, por si fuera poco, su naturaleza deslenguada, algo de lo que siempre tuvo fama, saco a la luz de los ecos de sociedad insondables secretos de compañeros en estelazgo, como la verdadera sexualidad de los mismos o los trabajos cameros que habían tenido que realizar éste o aquella para conseguir los favores de los poderosos de la industria. A partir de ahí, su declive estaba cantado y comenzó un periplo, hasta finalizar su contrato, por películas B, que bien nunca se acababan por falta de presupuesto o jamás llegaron a estrenarse. No obstante, la temible rubia, a la que se le suponía una considerable fortuna tras dos décadas de triunfo indiscutibles, abandonó Hollywood para iniciar un exilio itinerante por el mundo, siempre acompañada de algún hermoso joven que era sustituido por el siguiente al albur, siempre caprichoso, de quienes se dejan en el amor llevar por el destino. Ellos pueden, pues bendita su elección.

El rumor, de que la eximia actriz se hospedaba en el pueblo, se desató una noche cuando en el bar americano del hotel se encontraba Beato del Niño Jesús, estudiante de notarías en Madrid y al caso todavía de vacaciones de Semana Santa aun pasadas estas, hablando, seguramente de sus amores heterodoxos en la capital, con la bolerista Nora la Cubana, que a la sazón animaba, desde hacía unos años, las noches del barroom de hotel cantando boleros, y de la que se decía en el pueblo, con sombra de pecado y de pasado, se tintaba de rubio oxigenado la cabeza y con el tinte que sobraba se daba pecaminosos matices en la pelambre de la vergüenza. Segura injuria del provincianismo feroz que, sin embargo, no acertaba con algo de más enjundia como que a Beato le tiraba los uniformes castrenses en toda su variedad y que Nora bebía, en secreto, los vientos por un camarero del establecimiento que, por otra parte, no le hacía el menor caso.

Pero aquella noche el pianista enano que acompañaba a la vocalista, en sus diarias actuaciones, no había aparecido y Nora prefería charlar con su amigo, antes que pedirle a éste que la acompañara al piano como en otras ocasiones había hecho, puesto que Beato era aplicado en ese arte y muy versado en Lecuona, comentaban las amigas de su madre quienes solían visitarla con alguna de sus hijas, en edad de merecer, cuando Beato volvía de vacaciones al pueblo; pues que aparte de la futura notaría también había un Potosí en posibles herencias y el muchacho, aunque esto era lo de menos a las madres y de más a las hijas, le daba un aire a Jorge Mistral, circunstancias todas que ya se contarán, o no, en esta cosas que nunca sucedieron y que de hacerlo ahora desviaría de lo que nos ocupa.

Aquella noche, aunque ya primavera, soplaba de poniente invernal y la clientela local en estos días prefería quedarse en sus casas, habida cuenta de que el hotel andaba escaso de turistas o viajantes, lo cual daba poco juego al alterne social entre nativos y foráneos. (Las señoritas, aquellas eternas señoritas, con abanico o sin ellos tomando gin-fizz en la barra caoba del bar de aquel hotel con el limón cada vez más amargo, todo cada vez más tibio y la ginebra cada vez más aguada por el hielo del tiempo que diluía deseos y promesas, y que iría requiriendo una mayor soledad de la ginebra en la copa sin más limón amargo ni paliativos para difuminar la premonición de sus solterías.)

Según recordaba muchos años después don Beato, ya en notario jubilado y en las tertulias madriles y carroza de un club gay, famoso por sus chulos, él en quien primero se fijó fue en el acompañante que era “bellezón de cortar el hipo” –dice el ex notario con viso de mucha pluma en remedar la falta de respiración-: “ya que no era normal que en el pueblo apareciera un sujeto de tantos quilates y mucho menos en invierno. Yo que era de mundo, no olvidéis que  en Madrid me conocían por Rosa la China, debido a lo bien que tocaba la opereta de Lecuona, enseguidita calé el percal con tufo a chulo. A poco entró ella con el visonazo sobre los hombros y vestida con un pétite robe noir con broche de diamantones en la terminación del escote. Y si el maromo impresionaba por su belleza, ella lo hacía por la rotunda personalidad que la envolvía. Y no es que fuera el estilo de una mujer de mundo, era una mujer con todo el estilo del mundo a su servicio. Un trapío de los de antes, para entendernos. Obvio que la Nora y yo quedamos perplejos similares a los pastorcillos de Fátima en el milagro portugués . Una vez se apontocaron en la barra, a escaso metros de nosotros que seguíamos callados por deslumbrados, en ella se evidenciaba las consecuencias de la edad, aunque, eso sí, divinamente impermeabilizadas, y en él la solicitud de mercancía en asuntos de amor; chulangas, para entendernos. Fue Nora la que advirtió en la señora cierto parecido en su rostro que le resultaba familiar, pero que no llegaba a concretar. Hasta que de repente un coño catedralicio impuso su derecho acústico en el ambiente; pues jamás he oído nombrar un chocho con tanta escala de soprano como el salido de la boca de mi amiga en aquella ocasión, y que convirtió la sala en bóveda donde bailaba el chichi un chachacha de pared a pared, haciendo temblar las copas de las estanterías, y convirtiéndolo en similar al badajo de campana mayor de catedral en día de gras fasto. Desde luego fue el coño mejor gritado de la historia, que para sí lo hubiese querido Tejero, y seguro que nunca jamás nuestra dama, por cuya presencia estaba provocado, pudo oír jamás esa exclamación de sorpresa proferida con tanta rotundidad y protagonismo. Entonces, no era para menos, ambos nos taladraron con su mirada; él con asombrada ininteligibilidad y la señora con impasible frialdad. Mientras tanto al oído, y en un nervioso galimatías pasado por los efectos de una sequedad de boca a efectos de la emoción, Nora intentaba decirme el nombre de la desconocida que, efectivamente, era el de la Bomba Rubia. Por supuesto que en un principio no di crédito a que la famosa protagonista de la “El velo de Salomé”, “El día que amé a la Reina de Saba”, “ Sangre en los Borgia o “Un amor de Cleopatra” donde a la ptolomea se la mostraba de rubia nórdica,, todas ellas vista en mi adolescencia decenas de veces, pudiese estar a escaso cuatro metros de nosotros. Recuerdo que bajé a recepción para inquirir al recepcionista, que era amigo, por la identidad de los dos hospedados. Pero ambos se habían inscrito en habitaciones dobles y separadas y ambas puestas al nombre del muchacho que era de nacionalidad italiana”

De si efectivamente la Bomba Rubia se detuvo unos días en aquel hotel llamado Sexi, nunca tendremos cualquier certidumbre, puesto que dos cabecitas locas ilustradas de novelerías pudieron inventarle, en otra noche más de aburrimiento, a una dama extranjera con acompañante joven un pasado de rutilante estrella de cine que jamás tuviera.

Sí es cierto, al menos en estas cosas que nunca sucedieron, que Blanquette Stone, en la primavera de 1958, y meses antes de su sórdido asesinato aquel verano en Capri, a manos de su último amante, probablemente el mismo de nuestra historia, recorrió la costa andaluza. Así lo sostiene uno de sus biógrafos, quien añade que el objetivo era buscar un lugar donde construirse una casa a fin de acabar con aquella vida nómada que la cansaba. Blanquette creía haber encontrado en el que con posterioridad fuese su asesino, un tal Salvatore Albani de profesión, antes de conocerla, gondolero, el definitivo amor de su vida.

Nora y Beato, al siguiente día, contaron a todo el mundo que en el hotel se alojaba la estrella de cine y él, mordiéndose la lengua añadía a las amigas de su madre escandalizadas ante la presencia en el pueblo de una perdida del cinematógrafo, que la acompañaba un mozo joven muy… pongamos que atractivo. A lo que Nora, por su parte, especificaba, naturalmente en otros círculos, que el muchacho tenía una mirada canalla que perdía.

A la siguiente noche, ya el poniente calmado pero no el explosivo coño que aún seguía ululando en algún pasillo del hotel, las señoritas locales abarrotaron el bar del Sexi por un comprobar que Hollywood había venido a verlas. Pensamiento muy singular el de alguna de aquellas señoritas que se pensaban el ombligo del mundo. Luego, suele pasar, a la más bonita que ninguna se le deshace el hielo en el gin-fizz del tiempo quedando un brebaje diluido, insípido, tibio, ni ginebra ni limoná.

No obstante, ni la Bomba Rubia ni su acompañante se dejarán ver más por cualquiera de las dependencias comunes del establecimiento, y por el momento tampoco, en estas cosas que nunca sucedieron. Pero con el tiempo la memoria, de donde se alimentan estas cosas que pudieron suceder, confundirá fechas, nombres, quitando cualquier sombra de duda a la cuestión de si fue esa eximia rubia u otra anónima la que inyectó un chute de novelería en vena a las cabecitas ilustradas de sueños en un momento estelar. La Bomba estuvo allí y con ella todas las legendarias reinas de oriente que interpretó. De esta manera un arqueólogo, versado en morerías varias, señalaría décadas después en una conferencia de esas cuyo objetivo es dar abolengo a una historia local anónima, a que la propia Salambó visitó la antigua ciudad y se cree que también lo hizo la reina de Saba y hasta por poner la diosa Astarté tuvo nacimiento en el terreno. Obvio que el arqueólogo, antes de hacer la carrera por las dunas del desierto a la busca del falo perdido, había tomado un cursillo intensivo en Cinecittà, y se había pirrado como Beatito por el cine de péplum.

Pero como siempre, allí estaba Nora la Cubana; bolerista apócrifa; inventada santiagueña de Cuba, coño oxigenado o no; vocalista que cantaba, en un hotel que ya no existe, boleros tristes y sucios con garganta cazallera. Y allí estaba ella, o estará, contando que en una ocasión ella le birló el maromo gondolero a una star de Hollywood. Pero la Cubana será motivo de otras historias.

J Celorrio

 

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