Mis crónicas de agosto 07 / Hasta que llegó el «piquito»

 

«Un hombre que insiste es un temperamento plebeyo -porque insistir es no saber triunfar ni renunciar», apuntaba Ortega en su libro sobre Azorín y que obviamente no era en referencia al escritor monovero. En este final de agosto la frase viene al pelo en relación al caso del presidente de la Federación de Fútbol, Luis Rubiales, y a su insistencia de no dimitir repetida hasta cinco veces. Al motrileño hace tiempo que se le viene mirando con lupa y hace tiempo que la lupa parece ser no servir para nada o lo que se veía no convenía, hasta qué un «piquito», un soez tocarse los huevo de oro como nos contó Bigas Luna en una fantástica interpretaciónn de Javier Bardem, una euforia desbordada ha puesto en funcionamiento, no la lupa, sino el microscopio y la vida de Rubiales se ha visto revisitada y será escudriñada y en algún caso inventada por quienes son especialistas en hacer leña del árbol caído y que ¡helos! hasta tal que ayer eran sus incondicionales. Lo que me deja perplejo es que los obtusos innumerables se den cuenta ahora que el mundo del fútbol (y no sólo ese) es machista y que determinados comportamientos son un código, un eslabón apócrifo de su ADN, un algo ancestral que no conviene contradecir tal su carácter mayoritario y su poder económico. Obvio, que como en todo hay excepciones, pero evidentemente entre estas no se encuentra el hasta ahora presidente que simple y miméticamente ha representado el rol que hasta ahora el guion exigía como representante de esa mayoría. Lo que pasa es que ha perdido el oremus y los nuevos códigos no admiten según que tonos. Y así, al hasta ahora todo poderoso le queda sufrir la irritación en carne propia, pues se da el caso, que un comportamiento estrafalario contra otra mayoría conveniente, demanda la postura de ponerse todos estupendos, no sea les lleve la corriente de los acontecimientos, y ante los despojos del desplazado se condena la trivialidad que maneja el sujeto, el «encallecimiento y torpeza» de sus movimientos, el egocentrismo que lo define manifestado en la soberbia pueril de sus gestos. Todos estos rasgos, hasta que llegó «el piquito», sostenidos y consentidos por el ambiente público y laboral que lo rodeaba y hasta del estamento político que ante los escándalos se ponía de perfil.

Lo cierto es que la mujer ya no es ese mujerío tópico y típico; un objeto de deseo ornamental y funcional para tareas menores sobre la que el hombre ejercía mando y plaza. Resulta que el «piquito», narrado por Rubiales con diálogo digno de teleserie y que corrobora que el paso del tiempo es subjetivo en ese alargamiento del segundo en el que ocurrió todo al estado de clímax dramático con sus respectivo preguntas y respuestas; pues resulta que el simple piquito se ha convertido en un detonante que pone patas arriba el sistema, por ahora el deportivo, y que corrobora que a veces un inocuo gesto, que también podía haber pasado sin consecuencia, se convierte en el sujeto de los focos y queda convertido en el auténtico significante de comportamiento capaz del mayor cataclismo.

Sigue diciendo Ortega que «el hombre trivial tiene la ventaja de de coincidir siempre con su derredor; a cada palabra suya parece aguardar en el aire un hueco recortado a la medida. Lo que piensa y dice es lo que los demás acaban de pensar y decir, o se disponen a pensar o decir». Pero cuando todo eso deviene en contra, qué dura y solitaria es la caída y que ardiente la hoguera de las vanidades. Me propongo releer «Crematorio» y la mismísima «Hoguera de las vanidades» y ya en estupendo «Barry Lyndon» o el magnífico «Bel Ami» de Maupassant. Ya digo, que en relación a esto hay mucho escrito. Pues eso, que diría Umbral como colofón a alguno de sus artículos y por lo que le criticaba el pompier José Luis de Vilallonga.

Javier Celorrio

 

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