La política en España, para no perder su cíclica costumbre convulsa, se aproxima en estos tiempos a lo sísmico y algunas ideologías cumplen la función de las placas tectónicas, que percuten una y otra vez contra otras hasta que se provoca el terremoto. Quizás esto podría evitarse si fuera posible poner en práctica la metautopía de Nozick (1) en función de la cual cada persona elegiría una comunidad en la que vivir acorde a sus valores y principios sobre la base de no imponer nada a nadie y de la posibilidad de cambiar de una sociedad a otra. De esa manera podrían constituirse, por ejemplo, agrupaciones de gentes partidarias del libre comercio fiadas a los equilibrios de la mano invisible del mercado o comunidades unidas por las doctrinas socialistas, que podrían dedicarse a placer y sin restricciones a expropiarse unos a otros conforme a su credo colectivista y a salvo de interferencias del insoportable egoísmo “neoliberal”. Es fácil suponer que la permeabilidad intercomunitaria provocaría la aparición de agentes dobles ideológicos con muy diversas intenciones que aportarían notables incertidumbres al ensayo. Pero esa es otra cuestión.
La democracia occidental tal y como se entiende de forma más o menos explícita se constituye mediante un marco jurídico con vocación de estabilidad que garantiza la protección de valores que se consideran esenciales, fundamentalmente los que tienen que ver con el ser humano (derecho a la vida, a la libre expresión de sus ideas, la no discriminación por sexo, edad, raza, etc.). Es cierto que esos derechos básicos han ido experimentando sucesivas ampliaciones que han cambiado los conceptos iniciales hasta el punto de que lo que antes se consideraba un derecho inalienable ahora puede entrar en conflicto con otro de los que han sido agregados, resultando éste preferente al que se consideró básico en su concepción original. De hecho viene siendo habitual que la libertad de expresión en su prístina definición no deje de chocar últimamente con “sensibilidades” que se reclaman ofendidas por un empleo del lenguaje que determinados grupos de forma muy discutible consideran inadecuado.
Retomando la idea inicial de este artículo constatamos a día de hoy que España ha entrado en una especie de “cripto revolución” en la que por heterogéneos vericuetos legales, elegidos a la mejor conveniencia, se aspira a implantar un nuevo marco jurídico-político que no habiendo sido anunciado ni previamente controvertido como asunto electoral, se está implantando, en medio además de una situación de restricciones a libertades fundamentales y con deliberado hurto de trámites esenciales, con el fin de conferirles el carácter irreversible de un “fait accompli”. Una mayoría parlamentaria de mera agregación aritmética congregada en torno a objetivos muy dispersos entre sus diversos componentes e incluso contradictorios (¿dónde quedó que ahora sólo es importante la salud?), está articulando una serie de iniciativas legales cuya transversalidad en el plano de lo moral no puede representar de ningún modo a una mayoría social (si es que dicho modismo tiene realmente algún significado) por su heterogeneidad. Pensar que quienes están en contra de la escuela concertada lo están a favor de la eutanasia y a la vez en contra de la Monarquía y a favor de la República, es una concatenación de suposiciones cuya arbitrariedad se ofrece por sí misma porque los votos no expresan lo mismo en todas las cuestiones ni incluso con la misma intensidad en cada una de ellas. De la misma forma que carece de fundamento suponer que votar la forma de Estado es más importante para los ciudadanos que opinar sobre el sistema impositivo que queremos o la organización administrativa del gobierno. ¿Tendrán mejores conocimientos los votantes para decidir sobre la Jefatura del Estado que para opinar plebiscitariamente cómo se designan los ministros?. ¿Qué es más arbitrario que el Presidente del Gobierno pueda nombrar todos los altos cargos de la administración que quiera o que un sistema constitucional establezca de forma reglada la sucesión del Rey Constitucional?. ¿Es la República de Corea del Norte (hereditaria para mayor contradicción) más democrática que la Monarquía Española?. Monarquía o república son pues a día de hoy conceptos indeterminados en términos democráticos que por sí mismos no nos dicen nada.
Porque si lo que se quiere poner sobre el tapete de debate es la idoneidad actual de la Monarquía en función del comportamiento de quien con propiedad debería ser denominado ex-Rey y no Emérito por diversas razones, no hay que rehuir la cuestión, al contrario, debe abordarse sin reticencias. Nada es eterno, las sociedades cambian, las naciones desaparecen, las ideas se transforman como elementos contingentes que son a imitación todos ellos de la finitud de la existencia humana. Ahora bien una controversia honestamente planteada debe ser resuelta sobre modelos idénticos de análisis en busca de una conclusión. Si hemos decidido que toda disfunción del sistema atribuida a la persona que lo representa contamina su permanencia y precisa de forma consecuente su ratificación social, el método así consensuado deberá aplicarse a toda institución que no responda a los fines que justificaron su creación. Fijados estos elementos cruciales de nuestra teoría, llegaríamos a la plena conformidad de que la Monarquía por el comportamiento del ex-Rey debería ser sometida a un juicio de idoneidad consistente en la reclamación de un acto refrendario por parte del cuerpo electoral, del mismo modo que la Generalidad de Cataluña por el comportamiento del Sr. Pujol y sus dirigentes tras el 1-O, los partidos políticos por las irregularidades de su financiación o del propio Estado democrático que ha sido puesto en entredicho por alentar actos de terrorismo para combatir al terrorismo, albergar tramas corruptas cercanas al poder, el cumplimiento de los compromisos electorales sobre alianzas inaceptables o llevarnos a una deuda pública cuyas dimensiones amenazan con la quiebra del Estado.
¿Cuando empezamos?.
José María Sánchez Romera.
(1) Robert Nozick, “Anarquía, Estado y Utopía”.