La despedida del año no ha podido ser más dramática a causa de la sucesión de crímenes contra mujeres, exacerbada de manera trágica en los últimos días. Unos representantes del Gobierno absolutamente desconcertados no han podido ni sabido explicar qué está ocurriendo presos de las seguridades que habían proclamado, pese a las evidencias, entregados al poder taumatúrgico de la ingeniería social. El deber ser de la ley por encima del ser de los hechos acaba siendo arrollado por éstos.
Para quitar la maleza que hace crecer en torno a la percepción de las cosas la propaganda que desde un estado administrativo exento de responsabilidad en las consecuencias se promueve, resulta preciso aclarar algunos aspectos que, aunque obvios, quedan ensombrecidos. No hay forma de evitar todos los crímenes, única certeza desde la que es necesario arrancar en el diseño de algo parecido a una política pública mínimamente práctica. Se dan casos inexplicables por ausencia de antecedentes y ni ministros ni policías son responsables de los asesinatos (lo que debería ser una idea inamovible para cuando se gobierna y para cuando se está en la oposición, aunque esto a unos parece costarle más trabajo que a otros), solo son culpables quienes los cometen. Puede fallar la prevención, más cuando hay indicios de posible desenlace fatal, pero entonces lo que habrá es que mejorar los medios de prevención, destinando a ello el gasto dedicado a la inoperante burocracia contemplativa de observatorios y asesores para informes “ad hoc” y de la costosa y tantas veces frívola publicidad institucional. La Secretaria de Igualdad después de una época mejorable de declaraciones dijo algo con lo que no se puede estar más de acuerdo: en situaciones de riesgo las mujeres deben extremar sus precauciones. Una confesión implícita de impotencia que le habrá permitido comprender que no es sensato decir que recomendar la autoprotección no es promover la cultura del delito y responsabilizar a las víctimas, sino recordar algo que por demás es un acto primario que nuestra naturaleza por lo general activa de manera espontánea. Abandonar en definitiva toda abstracción del problema reduciéndolo a un esquema ideológico cerrado donde el lenguaje se superpone a la búsqueda de soluciones. Violencia machista, de género, intrafamiliar o doméstica, al margen de sus implicaciones sobre el modo de abordar las soluciones, convierten el conflicto semántico en elemento dominante del debate, postergando en última instancia lo esencial del problema, cómo se protegen mejor las vidas en riesgo.
Creo que uno de los más graves atrasos que impiden avanzar en la comprensión de las circunstancias que dan origen a estas muertes traumáticas tiene mucho que ver precisamente con la imposición de un discurso en el que lo importante es la significación del origen masculino de la violencia. Esto no hace sino encubrir una lacra multicausal y multifuncional bajo una metodología que partiendo de afirmaciones que pueden ser ciertas en algunos casos (un machismo cultural) deja fuera del análisis otros muchos factores que pueden ser causa de los crímenes y que podrían salvar vidas, una sola sería ya suficiente justificación. No pueden ignorarse motivos, únicos o concurrentes, como la drogadicción, el alcoholismo, los problemas económicos, patologías psiquiátricas, relaciones tóxicas que degeneran hasta ese extremo mortal… Los medios de comunicación tienden en su mayoría a calificar como crimen machista algo cuyo conocimiento de los hechos se limita, al momento de darse la información, al terrible resultado. Y salvo que lo que primen sean objetivos políticos de fondo, debiera ser mucho más importante conocer toda la casuística que puede abrir la posibilidad a esos desenlaces irreparables.
Quizá también se debería analizar el impacto que sobre la percepción social tiene el reduccionismo estadístico que implican los agregados numéricos de esta clase de crímenes. Esto oculta lo que cada muerte comporta en distintos sentidos (sociales y familiares) y nos trae a la memoria una frase abyecta: “la muerte de una persona es una tragedia, la muerte de un millón una estadística”.
Todo exceso de teorización solo puede conducir a un páramo cognitivo. Escribió Nietzsche que no existen hechos, solo interpretaciones, y ese relativismo parece animar hoy en día el discurso del poder donde la priorización de la esfera pública se mimetiza con la idea de democracia. Eso es un grave error y en la medida en que los poderes públicos adopten la idea de que las leyes crean realidades, las verdaderas (realidades) les devolverán en forma de fracaso su fatal arrogancia constructivista. Hablamos de vidas humanas y de victimarios llenos de experiencias buenas y malas, atados a trayectorias vitales negativas y también que tienen tendencia innata a la crueldad. Solamente la observación empírica puede acercarse a la determinación de la realidad controlando cómo se correlacionan los distintos eventos. El Ministro del Interior también acertó, confirmando la tesis de que es la realidad la que se impone, al decir que la coincidencia en el tiempo de estos crímenes no responde a ningún tipo de patrón (es evidente que los asesinos no se coordinan), aunque se equivoca recurriendo a los estereotipos y hablando de “negacionistas”. Los asesinatos de mujeres por sus parejas o ex parejas son un hecho incuestionable sobre los que hay que poner todos los medios que sean necesarios más allá de las fórmulas expresivas que se empleen, sin que discrepar en eso y las distintas visiones que puede haber en el modo de afrontarlo signifique ampararla como de manera sectaria se llega a sostener, discriminación ideológica solo concebible en un sistema totalitario. De hecho, la nomenclatura dominante y el desarrollo legal inherente a ella tampoco ha paliado de forma concluyente el problema de fondo.
El magisterio filosófico de Benedicto XVI en su párrafo final del discurso al Bundestag en 2.011, nos ayuda a exponer con mayor concisión y claridad la cuestión: “Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista —y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública— las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego”.
José María Sánchez Romera