Vicente Gallego es hijo de la poesía de César Simón y heredero de una larga y constante amistad con Paco Brines hasta el día de su muerte. Para él está escrita esta elegía, “Ni la sal ni el aceite han de faltarme”. Dice Vicente Gallego que “no puede ya escribirse una elegía”, pero él lo ha hecho. Y de las grandes. Y ortodoxa: Lamento, panegírico, consolación. Sólo que aquí no hay queja, “que es afrenta el lamento que en gozo no se cuece”. No se llora una muerte, se celebra una vida.
Acompañan a esta elegía el ejemplo y homenaje de “aquella de Manrique”, la última tarde en el ruedo de Ignacio Sánchez Mejías, “Libro de buen amor recuerda que le debo y no congojas”, “aquel Ramón Sijé por su Miguel”. A diferencia de las citas impostadas, en las verdaderas, en las sentidas como propias, hay siempre un hombre, una mujer con un libro en las manos. Aquí se nota la predilección, el hábito de las visitas frecuentadas. Garcilaso, “salid sin duelo lágrimas corriendo”, la tradición, “este es el que mintió y pagó su embuste”, “que este es caso de amor”, Cervantes, “los males por los bienes, / no debe el alma noble ser ingrata”, las últimas palabras de Paco Brines: “Os quiero mucho a todos”.
En una de las partes del libro, “No puede ya escribirse una elegía”, hay una estrofa donde se superponen las dos devociones de Vicente: César Simón, Paco Brines. “Qué diré del que no hizo guerra alguna, / fue elegido y de nada presumía, /…/ no peleó con moros ni con toros, / pues no tuvo enemigo / corazón tan de veras entregado”. Ninguno de los dos sufrió el desabrigo de la enemistad.
La asociación de la palabra elegía con la imagen de lamento, imprecación por la pérdida, oscurece lo que las elegías encierran. En “Ni la sal ni el aceite han de faltarme” se habla de los instantes más cercanos con el amigo, los últimos de su vida, “brillando sobre amigos y enfermeras;” de su muerte, “decid que despertó, / que se quedó dormido y lo avisaron”. Se celebra la amistad como don y como entrega: “Que este es caso de amor, / que no hay aquí otra forma de lucrarse / sino tan sólo amando, / ningún enamorado lo discute, / pues el que ama vive en lo que ama / y no en lo que pretende”. Se refrescan las tardes en Elca, “de nuevo en el jardín”, “entre jazmines, al resguardo del árbol tutelar… nuestras dos mecedoras”. Y se comparte una actitud ante la vida, “muy grande fue tu gusto por vivir”, y una entrega, “era tu servidumbre la escritura”.
Aún en la ausencia, “ya Elca quedó viuda” nos consuela la belleza del mundo: “en las playas y pueblos de la costa”, “cuerpos que él adoraba, / danzad hasta la aurora”, “porque el rosal es fuerte, / el rosal en la puerta de la casa”. La alegría que reinó en los cuartos y los patios de “Elca nunca lejana y nunca sola”.
Todo esto no sería nada sin la manera única de decir que hay en la poesía de Vicente Gallego. De lo coloquial a la metáfora deslumbrante en la misma cuarteta, la originalidad y la emoción de las imágenes: “Bien se que su memoria / no precisa más pan que el de su canto”, la apelación constante al amigo, “tu y yo bajo el azul, camisas blancas,” la celebración del amor, “para él cantaré y será mi amado”.
Y el gozo siempre como leit motivo en este canto de celebración: “Él era Dionisos si la noche / de pámpanos venia coronada: / belleza de los cuerpos, juventud, / qué oficiante tuvisteis, / qué cantor desvelado”.
Después de la serena intimidad de “Ser el canto” era lógico preguntarse por dónde rompería a cantar la nueva poesía de Vicente Gallego. Con este libro vuela a su altura y sorprende, emociona y maravilla. Francisco Brines ya tenía su merecido lugar en la historia de la poesía española, ahora ha entrado por la puerta grande de las grandes elegías de la mano de su amigo predilecto.
Tomás Hernández