La historia y la memoria lo único que tienen en común son la última sílaba de ambas palabras. La memoria es, o bien el recuerdo personal que cada uno tiene de las cosas o de los acontecimientos (lo que es incompatible con que no se hayan visto o vivido), o algo que quiere evocarse a lo largo de tiempo. Pero ni lo uno ni lo otro son historia en el sentido de una reconstrucción del pasado con pretensiones de fidelidad. Para la ciencia histórica es precisa una teoría de la historia como para la ciencia económica, porque el análisis tiene que seguir un método preestablecido que valide las conclusiones y permita el contraste que nos acerque lo más posible a la verdad, aunque el conocimiento sea provisional y sujeto a revisión constante. La historiología, como ciencia, es el conjunto de explicaciones, métodos y teorías sobre cómo, por qué y en qué medida se dan cierto tipo de hechos históricos generales y tendencias sociopolíticas en determinados lugares. En todo caso, historia no puede ser la elección arbitraria de acontecimientos con el fin de apoyar un relato tautológico que podrá perseguir intereses legítimos, pero carente del rigor que debe proponerse toda indagación que quiera ser válida, al menos “a priori”.
Por eso la mejor ley que quiera hacerse sobre acontecimientos históricos es la que no existe, siendo el recuerdo más o menos parcial, más o menos fidedigno, del pasado, libre, formando parte de la libertad de pensamiento e ideas. El error consiste en tanto en hacer leyes de memoria histórica como aprobar otras para corregirlas, aunque desde luego sin unas no surge la necesidad de las siguientes. El discurso memorialista hecho ley por decisión política elude plantearse preguntas incómodas en la certeza de que algunas de las respuestas no respaldarán esa verdad “sentida” si los hechos se analizan con un método lógico. Lo que llamamos historia, los hechos del pasado y su explicación, son como placas tectónicas que se mueven constantemente y tienen efectos sobre el presente, con ese objetivo se sacan de su ámbito natural. Orwell (“1.984”) escribió que quien controla el pasado controla el futuro y que quien controla el presente controla el pasado. Por eso es importante que memoria e historia no se confundan y se conviertan así en instrumento de manipulación de las conciencias al servicio de proyectos de parte, legítimos si aceptan la controversia, no si tratan de ser una teología autoinmune a toda revisión.
La tendencia a convertir los convulsos años de la Segunda República y la Guerra Civil en terreno acotado a unos hechos determinados forzando así una interpretación monolítica del pasado puede atender a otros fines, pero no a edificar historia. Manuel Tuñón de Lara, ya fallecido, hizo un auténtico libro de historia sobre la Segunda República (1.976). Se podrá objetar que su militancia comunista y su consiguiente visión marxista del proceso histórico son discutibles, pero no que su obra no sea histórica al disponer de un sustento teórico que otorga sentido a sus proposiciones. En el otro extremo se puede situar a Pío Moa, más insultado que rebatido, que sigue el método de las fuentes documentales para apoyar su trabajo y desde el que puede arrancar la discusión sobre el contenido de su obra. Quizá lo más sorprendente de este autor es que su libro, “Los mitos de la Guerra Civil” (2.003), se convirtiera en un “best seller”, lo que evidenció que una parte no pequeña de la sociedad no compartía el sesgo con el que hasta entonces se había estado abordando la época en cuestión.
Hay otra realidad más allá de las leyes de memoria y es que esa memoria “histórica” ya se hacía desde muchos años antes en la academia, la literatura, el cine. También en las muchas normas que se aprobaron por distintos gobiernos para reparar las injusticias que padecieron quienes formaron parte del bando perdedor de la Guerra Civil. Por estrategias netamente políticas se decidió que no era suficiente con esa hegemonía social sobre el relato histórico, sino que tenía que imponerse un ethos de corrección política por medio de la tinta con la que se imprime el BOE. A partir de ello se instaura la tesis del negacionismo consistente en el pernicioso argumento de que no aceptar el cien por cien el contenido legal y todo lo que implica supone estar a favor de la Dictadura. El error no es atributo genético de una de las partes entonces en conflicto, estando toda la virtud en la otra. Fijar esa premisa es una decisión política que no se puede querer hacer pasar por historia, no lo es ni lo puede serlo: conocer implica contrastar, el impedirlo no puede acercar a la verdad y se aleja del objetivo del quehacer científico.
Sócrates no dejó obra escrita y se le atribuye haber dicho que las anécdotas son la sal de la historia. Este ejemplo ilustra dos cosas: que no puede asegurarse que el pensador griego efectivamente pronunciara la frase, luego esa memoria de alguien que dice habérselo oído decir por sí misma no es historia, y que el condimento, la sal, como parte ajena al alimento que acompaña no puede definirlo ni siquiera de forma aproximada. Una versión oficial y totalizante de la historia no sería democrática ni siquiera con un acuerdo unánime del Parlamento porque significaría abortar por vías legales el debate creando una zona de sombra en el derecho a la libertad de expresión. No digamos ya si no se da esa unanimidad y la norma se utiliza para convertir en inmoral, ¡y punible!, toda disidencia. Uno de los errores lógicos más evidentes del “memorialismo” es que en la visión idílica de la Segunda República no se puede excluir el período de gobierno de la derecha (noviembre de 1.933 a febrero de 1.936). Sin embargo, desde ese sector político y académico se denomina a ese período republicano “bienio negro”. Sea último esto cierto o no, definido así un tiempo de aquel régimen, no puede afirmarse a la vez, sin entrar en contradicción, que durante toda su vigencia fue una luminaria de la democracia, ¿por qué lo llaman entonces “bienio negro”?
¿Cuál la verdad?, pues la que cada cual se forme a través de la acumulación del saber a nuestra disposición. De la Segunda República y la Guerra Civil hay cientos de obras, unas más estimables que otras, que consideradas en su conjunto pueden aproximarnos a la siempre difícil reconstrucción de un tiempo no vivido, más aún si pensamos que ni la experiencia directa nos garantiza una percepción lo suficientemente ilustrativa de los sucesos. Es importante leer a los protagonistas de la época (Azaña, Gil-Robles, Lerroux, Alcalá-Zamora…) desde una visión crítica que tenga presente el carácter autojustificativo que ese tipo de memorias tienen y, más importante aún, de los distintos trabajos históricos que a la vez abarquen visiones contrapuestas (desde Carr a Payne en el mundo anglosajón, a españoles, como Viñas o Álvarez Tardío) a través de las cuales pueda llegarse a exégesis razonables del pasado.