Pactar con el Diablo / José María Sánchez Romera

El mito fáustico alude a la disyuntiva vital que nos puede llevar a elegir tenerlo todo por un tiempo y perder después todo para siempre. En el drama teatral de Cristopher Marlowe queda perfectamente descrito en uno de los diálogos entre Mefistófeles y el propio Fausto: “Lleva esta noticia al gran Lucifer:…que quiere entregarle su alma al diablo, siempre que él le conceda veinticuatro años de vivir en medio de todas las voluptuosidades…”. Hubo incluso un personaje real que dijo haber vendido su alma al diablo: Robert Johnson, músico mediocre en sus inicios que despareció durante año y medio tras el cual reapareció exhibiendo un talento portentoso. Contó haberse topado con el diablo en un cruce de caminos a cambio de convertirse en el mejor bluesman y lo cierto es que dio pábulo al mito con una prematura muerte a los veintisiete años.
Las necesidades parlamentarias de Pedro Sánchez para seguir siendo Presidente del Gobierno lo ponen en la tesitura de vender su alma con el agravante de necesitar a demasiados “mefistófeles”. Para cumplir su objetivo, con el recuento de votos aún caliente, extendió su manto progresista sobre todos los que iba a necesitar para una líquida causa llamada “mayoría social de progreso”. Incluso el fuerte cruce de descalificaciones con uno de ellos en período electoral, Carles Puigdemont (incorporado de oficio al progresismo), fue rápidamente amortizado mediante el conocido utilitarismo presidencial que justifica la eliminación de todo conflicto moral si le sirve para llegar o mantenerse en el poder.
La razón que explica elegir unos aliados tan potencialmente inestables tiene como factor determinante la propia personalidad del Presidente y su forma de entender los incentivos que configuran su diseño de las relaciones de poder: Sánchez cede influencia territorial y distribuye dinero asimétricamente en función de los apoyos que logra, lo que se traduce en desentenderse o, en su caso, apoyar al nacionalismo en las comunidades que controla a cambio únicamente de que le invistan y el resto lo deja al albur de la incertidumbre. Arrastra además un problema de la anterior legislatura que le va a ser difícil gestionar y es que sus relaciones con los distintos partidos nacionalistas han creado entre ellos una verdadera guerra en la que unos se han desgastado y otros han salido beneficiados. Ahora todos pretenden tener unas garantías por adelantado que es evidente no se les podrán dar y si otorgan su confianza de nuevo a Sánchez y éste no cumple con sus promesas, la legislatura puede ser caótica o algo más (ya lo fue la pasada). Porque hay una aritmética en el Congreso, aparte de un Senado con mayoría absoluta de centro-derecha, que es implacable: 171 votos en el centro-derecha por 152 en la izquierda, el resto son votos a crédito o con contrapartidas a tocateja. Obtenida eventualmente la investidura lo que se presenta es una sucesión infinita de transacciones de alto coste o impagables por contrarias a la Constitución y siempre causantes de un fuerte desgaste institucional, algo disparatado a no ser que sea esa la última fase de un proyecto de mayor calado ejecutado por fases, lo que sería un engaño. Aunque a estas alturas con categorías como verdad y mentira devaluadas como anecdóticos cambios de opinión, eso parece haber dejado de ser importante.
Aunque parece que ese tipo de escenarios son los que potencian las facultades del Presidente no se puede sostener la estabilidad de un país en permanente contradicción con la lógica de las cosas. Esa democracia de mayorías inestables, irónicamente unidas, hablando de Fausto, por la “demonización” de los partidos de centro-derecha, no suple la necesidad de una gobernación coherente y dirigida a una mayoría social verdadera. Esa victoria fingida sobre la suposición de una corriente de predominio social progresista es un falso discurso que parte de una confusión deliberada consistente en identificar los objetivos políticos de todos sus componentes con las decisiones tácticas que los acercan a cada uno a esos objetivos, especialmente a los nacionalistas. Se trata de una metarrealidad creada con la única finalidad de prolongar una dirección política del Estado cuya influencia irá menguando de forma paulatina para sostenerse en el poder.
Y es que pese a todo el voluntarismo de la propaganda gubernamental construir edificios no se puede hacer acompañado de dinamiteros. Decir que se va a contribuir a crear un país más justo e igualitario con la ayuda de Bildu, Junts y Esquerra y otros, que encuentran la razón de ser de su existencia política en los privilegios económicos territoriales y en la discriminación lingüística ofende al sentido común. Sostener a la vez que eso tiene algo que ver con la socialdemocracia, una evidente malversación ideológica. Nada más inviable que hacer progresar al conjunto apoyándose en quienes quieren progresar a costa de todos los demás. Solamente desde la arrogancia de creer inagotable la credulidad de la gente normal se puede pretender hacer pasar como un plan de gobierno viable tales incongruencias.
Forma parte de esa “lógica” el propiciar a partir de esa combinación extravagante una pésima idea para la convivencia como es la que se ha dado en llamar política de bloques y que, pese a todo, no puede esconder la doble derrota electoral. Tanto en los comicios de mayo como en las de julio el Gobierno ha salido derrotado y sus posibilidades de formar Gobierno a partir de otra mayoría más Frankenstein que la anterior si se forma será sobre la base de una debilidad política aún mayor de la coalición de izquierdas. El desvaído objetivo del “progreso” como absolución política y moral de quienes lo apoyen, convirtiendo en indeseables al resto, no pagará las pensiones, la sanidad ni los demás servicios públicos, es más, pone todo ello en peligro ante las incertidumbres que provoca. El vuelco político no se ha consumado plenamente porque todavía los efectos de las malas decisiones económicas se han podido paliar en parte a base de gasto público financiado con deuda y transferencias de fondos europeos. Pero todo eso llega a su fin junto con el restablecimiento de la disciplina fiscal (ejemplo de ello son los peajes de las autovías negados contra toda evidencia). Y llegados a ese punto, como decía Von Bawerk, cambiar la naturaleza de las acciones humanas y por tanto las leyes de la economía es algo que no está en manos de un gobierno, por muy poderoso que éste sea.
 

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