Pedro y los filisteos / José María Sánchez Romera

La inopinada decisión del Presidente del Gobierno de disolver las Cámaras dejó a los ganadores casi sin celebración y a los perdedores sin tiempo de reponerse ni analizar las causas de su derrota. En prácticamente doce horas el Gobierno estable que iba a agotar su mandato con el motivo reforzado de atender con el debido rigor las obligaciones que imponen el turno rotatorio en la Presidencia de la Unión Europea, fue tragado por el desaguadero de la historia. Contra los que hablan de incoherencia en el Presidente por haber repetido en múltiples ocasiones que agotaría la legislatura es preciso impugnarles dicha acusación. Su coherencia reside en hacer lo contrario de lo que sistemáticamente anuncia que no llevará a cabo jamás. Inútil recordar los reiterados casos que lo demuestran, está garantizado que incumplirá aquello que con más solemnidad sostenga, esa es la seguridad que proporciona y en realidad lo hace de lo más previsible. Fue Keynes quien dijo que si cambiaban los hechos él cambiaba de opinión, o sea, que Pedro Sánchez no ha inventado nada, quizá tan sólo ciertos excesos al ver cambios de hechos donde lo que se trasluce es búsqueda de comodidad política para ejercer la parte del poder que le interesa con las menores cortapisas posibles. Nada que sea tampoco una gran novedad en política salvo, otra relativa originalidad en una democracia liberal, por los límites que está dispuesto a superar para obtener sus objetivos.
Es cierto que todos los gobiernos han tratado de procurarse un entorno institucional y parlamentario que no lastrara sus prioridades. Un Tribunal Constitucional no beligerante, un Consejo General del Poder Judicial donde básicamente imperaran los consensos entre mayoría y minoría u otros organismos en teoría independientes, pero donde en los nombramientos siempre se procuraba cierto equilibrio político sin caer en un activismo impulsado por seguir las directrices del poder. En esto el Presidente ha dado también un paso adelante exhibiendo pocos remilgos a la hora de poner al frente de los órganos del Estado a gente de fidelidad acreditada al discurso del Gobierno. Mucho se ha hablado del “síndrome de la Moncloa”, esa especie de mal de altura que afecta a todos los presidentes en una etapa relativamente avanzada de su mandato. Suárez (Calvo Sotelo no tuvo tiempo ni partido), González, Aznar, Zapatero o Rajoy, manifestaron síntomas de esa “patología”. Pedro Sánchez pareció llegar con ella de casa, desde el primer momento y tras ganar una moción de censura muy arriesgada por los peligros sistémicos que representaban los apoyos que la hicieron posible, se convirtió en un taumaturgo de la política donde los suyos siempre ven geniales movimientos estratégicos elevados a mito por supuestamente desconcertar a sus adversarios, aunque se salden con continuas derrotas electorales desde hace dos años. Se dice que los dioses ciegan a quienes quieren perder.
En el caso de las pasadas elecciones locales y regionales la apuesta del Presidente fue proponer al cuerpo electoral un plebiscito sobre su gestión y para ello apostó por hacer luz de gas a los candidatos de su partido. Éstos terminaron aceptando por la fuerza de los hechos y del poder orgánico de quien manda en el aparato del Partido que lo que se iba a votar eran anuncios de gasto público dados a conocer en mítines antes de la preceptiva aprobación por el Consejo de Ministros. La oposición aceptó sin dudar el planteamiento porque no tenía nada que perder ya que el grueso del poder territorial hasta ese momento estaba en manos del PSOE. Y con el resultado de los comicios todavía caliente el taumaturgo vuelve a mostrar su inagotable capacidad para obrar prodigios transformando una derrota, precisada de reflexión y evidentes necesidades de rectificación, en un imprevisible seísmo político llamando a las urnas un 23 de julio cuando la canícula estival se muestra inmisericorde en amplias zonas de España (de los males para la salud por efecto del calor del que tanto se habla debido al cambio climático parece que no ha sido esta vez oportuno acordarse). El desvalor de una votación democrática hipostasiada como “ola reaccionaria”.
La exaltación del designio presidencial se escenificó mediante un estruendoso aplauso que acompañó su entrada a la reunión de los grupos parlamentarios del Partido. Obtener un prolongado y unánime aplauso después de admitir que una mala gestión del proceso electoral había llevado a descarrilar a muchas de sus candidaturas debe reconocerse que está al alcance de pocos líderes políticos. Motivos no puede haber más que dos: una fe inquebrantable o temor reverencial y entre los que allí había cada uno tendrá el suyo. Para justificar ante sus parciales la necesidad de la decisión, pese a reconocer lo inoportuna que era en todos los sentidos, anunció una conspiración de proporciones bíblicas que había de conjurarse olvidándose de todo lo pasado (pactos, leyes, incumplimientos…). Nada que ver con unas elecciones legislativas más en las que hacer propuestas solventes para nuestros numerosos problemas de las que saldrá un Parlamento que después dé paso a otro y así sucesivamente. Como en el agónico esfuerzo de Sansón (“muera yo con los filisteos”) el mensaje es que si no hay supervivencia política hay que echarlo todo abajo.
José María Sánchez Romera
 

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