Eliminando cualquier carga de dramatismo al análisis, debemos constatar tras los últimos acontecimientos vividos estas últimas semanas, en lo que tienen de culminación de la serie de decisiones adoptadas en los últimos años, es que estamos viviendo el colapso de España como Nación y a la vez del proyecto político nacido de la aprobación del texto constitucional de 1.978. Dado que una parte esencial de la pervivencia de aquel pacto fundante, la izquierda y el nacionalismo, han roto su compromiso con la idea de una nación española y el respeto a la norma básica del sistema político vigente, queda claro que estamos asistiendo al derrumbe de todo ello por más que nos digan que no pasa nada. Ha pasado y está pasando mucho, el optimismo impostado de quienes son precisamente los que están manejando los mecanismos de la voladura que nos quieren convencer de que no pasa nada porque, como el que ha caído de un rascacielos, no pasa nada hasta llegar al suelo.
Como el futuro no está escrito ni existen leyes históricas que lo determinen, todo puede cambiar como consecuencia de cualquier acontecimiento imprevisto, pero, en ausencia de nuevas circunstancias, la inercia que marca el rumbo nacional en función de la voluntad política mayoritaria en los asuntos más relevantes, muy homogénea para esos casos, en el Congreso de los Diputados, evidencian la voluntad de hacer tabla rasa con aquello que se llamó “espíritu de la transición”. Un deseo de verdadera concordia que contrasta con el mal llamado “reencuentro con Cataluña”, que lo sería en todo caso con los secesionistas catalanes. Otra cosa son las tácticas de cada actor político y su particular narrativa, ello no obsta, como decimos, a que esa serie de decisiones tengan unas implicaciones que resultan inevitables y que deben ser afrontadas mediante la asunción racional de la realidad que han generado y que fundamentalmente interpela a quien se ha opuesto a ella, frente a la que tiene que plantear su alternativa.
Los acontecimientos de Cataluña de los últimos días culminan un proceso de subversión de las normas básicas del Estado que ley a ley y toma de posición tras toma de posición, han llevado a su derogación (expresa o tácita). Dicen que el Gobierno para esquivar el vodevil de la reciente fuga de Puigdemont pone el énfasis en la elección de Illa como Presidente de la Generalidad para desviar la atención de ese hecho. Puede que sea esa su intención, pero no quita que sea verdad lo que dice el Gobierno, aunque no por la elección de Illa, completamente neutra, donde su única relevancia la encontramos en su imagen anodina convertida en virtud para aplacar los recelos de muchos votantes del PSC. Lo esencial es lo que ha firmado el Sr. Illa como mandatario del Gobierno Central y lo que éste representa para el avance en el proyecto político que lleva años fraguándose: evitar la alternancia a través de un subrepticio cambio de régimen mediante la alteración de las leyes fundamentales cuando es posible o, en caso contrario, pervirtiendo su aplicación mediante la legislación ordinaria. Para ello se están moviendo las piezas del puzzle territorial, sea quitarlas o para cambiarlas de sitio, lo que supone inexcusablemente que el puzzle ya no sea el mismo o que deje de haber puzzle, algo que podrán ir ajustando, pensarán sus impulsores, a lo largo del camino.
Si acogemos una definición de Estado tan elemental como una organización política que se constituye en un determinado territorio y tiene el poder de ordenar y administrar la vida en sociedad, podemos decir eso del Estado Español ha ido renunciando a esa capacidad de ordenar y administrar en partes muy importantes y en materias críticas, del territorio que lo compone. La independencia no consiste sólo en separarse, sino también en dejar de ejercerse por el Estado unas funciones básicas y homogéneas sobre todo el territorio que lo compone. La integridad de la configuración territorial del Estado es constitutiva de éste, otra composición da lugar a otro Estado o a la desaparición del que había. Contra lo que pueda parecer, la independencia económica otorgada a Cataluña no es ni va a ser la causa de todo, sino la continuación del proceso que ya lleva tiempo en marcha. Antes fue el “procés”, ahora estamos en el “proceso” que está abriendo en canal el sistema constitucional vigente. Esto ha sido posible porque todo orden legal prevé mecanismos de defensa frente a hipotéticos agresores externos, no contra quienes acceden a las instituciones por los métodos del sistema para ejercer después como caballos de Troya, sobran ejemplos en la historia. Cambiar las reglas de la convivencia es un derecho democrático, pero para tener ese aval esos cambios deben plantearse de modo abierto y claro a la sociedad cuando se reclama su opinión durante los procesos electorales. Uno de los motivos para esta exigencia es saber hacia dónde se va, esa manera soterrada de revisión del régimen trae siempre consecuencias imprevistas o no deseadas, aunque tampoco pueda descartarse que algunos jueguen a ese tipo de azares por si les favorecen ante su reiterado fracaso en los procedimientos democráticos habituales.
La eliminación de tanta incertidumbre como tenemos en la actualidad pasaría necesariamente por un nuevo pacto constitucional que ratifique España-nación secular, fue un error identificarla con la Constitución en una imposible refundación antihistórica con el fin de hacerla aceptable para el nacionalismo (algo que no se ha logrado), o una reconversión confederal del antiguo Estado-nación a partir del modelo autonómico consolidado sin asimetrías. La primera opción, con la necesaria vuelta de la izquierda al consenso nacional, tendría que abordar las garantías del proceso legislativo, evitando el uso fraudulento del decreto-ley y la prohibición de las enmiendas que en el trámite parlamentario incorporan reformas ajenas al texto que se aprueba. Del mismo modo tendría que suprimirse Tribunal Constitucional tal y como está diseñado en la actualidad para formarse con jueces profesionales y no magistrados elegidos por los políticos. A la vista está que la actual regulación permite conformar el Tribunal con mayorías ideológicas que por medio de sus sentencias reescriben la Constitución. Si se va a un Estado jurídicamente federal, aunque sea de forma impropia porque no se puede unir lo que ya estaba unido, éste no puede ser el producto de la bilateralidad como vía para los privilegios (conciertos forales incluidos), sino de unos mismos derechos y deberes entre el poder central y el periférico. Para ello sería preciso reforzar lo que es el actual 155 poniendo claros los límites de las competencias de los territorios y las consecuencias de infringirlos. Por último, debe modificarse la ley electoral para que minorías que representan porcentajes mínimos del cuerpo electoral no puedan condicionar la gobernación del Estado mediante pactos cuyo único incentivo sea el reparto de poder.
Al otro lado está la arriesgada alternativa de confederar las regiones del Estado actual manteniendo el espacio de libre comercio, en cumplimiento de normativa de la Unión Europea, sobre lo que es actualmente España y que cada territorio se organice políticamente, bajo principios democráticos comunes, y por ende su economía con sistemas fiscales propios, con plena autonomía para la gestión tributaria y el gasto público. Los efectos sociales y económicos de este ensayo serían interesantes por revolucionarios, atención especial a los movimientos demográficos y empresariales entre territorios. No sería descartable que al cabo del tiempo la izquierda pidiera la vuelta a la antigua unidad nacional que con tanta mordacidad utiliza frente a la derecha que ya en los años ´30 se organizó como una confederación de partidos. A veces hay que ser audaces para evitar que la sacralización de algunos principios, moralmente deseables, no se convierta en debilidad. Como dijo Franklin D. Roosevelt en su primera toma de posesión como Presidente de los USA (1.933) sólo hay que tener miedo al miedo mismo.