¿Público o privado? José María Sánchez Romera

Toda vez que el estado natural del territorio que seguimos llamando España se encuentra con carácter permanente en período de celo electoral, el ritornello sobre lo público y lo privado no abandona la escena política y se ha convertido en recurrente punto de fricción en el (infame) relato que actualmente pervierte la política. Es, tomando el título de la obra de Miguel Hernández, el rayo que no cesa.

Quizás la primera constatación a realizar, aún a riesgo de caer en la obviedad, es que lo llamado público no es gratuito, se financia con una serie de recursos económicos todos ajenos a quien dispone de ellos. Por tanto, la idea que algunos tratan de transmitir sobre una especie de una actuación pro bono a cargo de eso que llamamos estado, se trata de algo tan falso como imposible. Del mismo modo que la idea de que solo el sector público garantiza debidamente determinados servicios, no pasa de ser una tautología.

La segunda cuestión a considerar tiene que ver con el valor de los bienes y las mercancías. Marx entendía que el trabajo no es ‘valor’ por naturaleza, pero que es exclusivamente lo que produce valor, fundamentando así su concepto de la plusvalía y el que considerara que los medios de producción deberían socializarse para que el beneficio no fuera a parar al capitalista sino a quien creaba valor que era el asalariado. La teoría subjetiva del valor, Menger y lo que después se llamó la escuela austríaca, rebate la idea de valor del marxismo. Para ellos las mercancías no tienen valor por el trabajo empleado en crearlas, en todo caso sería un factor secundario, sino que las mercancías valen lo que las personas están dispuestas a pagar por ellos con independencia del trabajo empleado en su creación. Dos botellas iguales de vino pueden tener muy distinto precio si una se destina al consumo inmediato y otra se guarda años en una cava. El trabajo empleado en la producción de ambas es el mismo pero su valor alcanzará significativas diferencias.

Por tanto, el valor no es algo dado ni objetivo, el valor se determina en función del interés de cada persona por un servicio o mercancía y a su cuantificación se llega por medio del sistema de precios que se forma en el mercado. Después, oferta y demanda se van coordinando por el sistema de precios. El fracaso del sistema económico socialista, como vaticinó Von Mises en 1.922 (“El socialismo”), se produciría por su falta de cálculo económico al no existir mercado. Los precios son las señales que indican preferencias de consumo y gasto como consecuencia de millones de datos que se intercambian en el mercado y mutan constantemente. Una autoridad política central carece de toda esa información y sus decisiones no serán eficaces para solucionar los problemas económicos. Y el problema no concierne sólo a la regulación pública de la economía, las empresas privadas cuando llegan a tener un tamaño excesivo presentan igualmente problemas de cálculo económico a medida que su centro de toma de decisiones empieza a manejar tantos factores en la producción que les impide conocer adecuadamente los precios de mercado. El tiempo dio la razón a Mises y se demostró que el socialismo es una idea platónica que, como el amor, no funciona tal y como se recrea en la imaginación.

Teniendo presente todo lo anterior pueden explicarse los problemas que plantea una economía planificada o intervenida siquiera sea parcialmente y aun cuando en una situación mixta de coexistencia de sectores público y privado, el primero tenga referencias de precios de mercado que le permita realizar ese cálculo económico. La cuestión es que la necesidad de dicha previsión de costes rápidamente se desvanece porque a la hora de programar el gasto la normal cautela que se adopta en una economía privada desaparece en el caso del sector público. Ello es así por varios factores, uno, primordial, es que tener unas referencias de mercado no es estar en él ni competir para tomar las decisiones económicas más eficaces que en definitiva son las guiadas por la obtención de un beneficio. Otro, la ajenidad, ya apuntado, pues quien ordena el gasto no emplea recursos propios y carece de la prevención que tiene lugar cuando el riesgo es propio. Y, por último, porque el sector público tiene recursos financieros casi ilimitados por diversas vías, Exigiendo tributos a los ciudadanos, para lo cual, esto resulta muy llamativo, no existe límite legal alguno. Acudiendo a la deuda pública, es decir, aquella de la que todos responden, aunque no hayan tenido noticia de haberla contraído. Y además puede recurrir, cuando dispone de soberanía monetaria, a la creación de moneda fiduciaria, lo que le proporciona otra fuente de financiación con la ventaja añadida de que el estado hace inmediatamente los pagos a precios anteriores a la inflación que se creará y con ella la subida del coste de adquisición de productos.

Frente a lo anterior, quienes sostienen que la mejor gestión de los recursos se efectúa por el sector público, suelen recurrir a los casos en que la privatización de sus servicios no trae una mejora de la eficacia sino que, por el contrario, se produce una pérdida de calidad al no tener la empresa privada otro objetivo que la rentabilidad. Al razonamiento así expuesto no se le podría negar de inicio que esté correctamente planteado y merece analizarse en tanto de ello pudiera resultar una proposición verificable.

Sin embargo, cuando se habla de privatización de servicios de inicio se produce por vía semántica una ficción, ya que lo que se lleva a efecto no es tal privatización, sino la prestación a través de una empresa privada de una actividad encomendada a un organismo público que sigue como titular, siendo dicha empresa lo único que viene del mercado y al que no vuelve porque no es en virtud de sus rasgos definitorios por los que realiza dicho servicio. ¿Cuáles serían esos rasgos definitorios?. Si por ejemplo tomamos por caso la competencia, ésta sólo se da al concurrir, si lo hacen, en la oferta pública varias empresas, pues, una vez adjudicado, cesa la competitividad propia del mercado en beneficio del monopolio. Es decir, no funcionará una respuesta de mercado que rápidamente actúa en la sustitución de una empresa ineficiente, sino que se iniciará un largo proceso burocrático para reparar esa demanda insatisfecha. Y si consideramos costes y precios, los mismos no se forman tampoco, o en muy escasa medida, en la libre concurrencia de la oferta y la demanda, porque el organismo público lo que da son unas condiciones económicas cuya determinación se lleva a cabo por una autoridad que, sin negarle su mejor intención, es ajena al mercado por más que pueda intentar ciertas aproximaciones a sus precios. Finalmente, no siempre la gestión privada de un servicio público resulta fallida, todo lo contrario, en muchos casos funciona adecuadamente cuando el precio abonado es conforme al coste de su prestación y cuando la concesión no se mediatiza con exigencias que desvirtúan las previsiones económicas empresariales.

José María Sánchez Romera.

 

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