El debate entre los candidatos del PSOE y del PP a la Presidencia del Gobierno para las elecciones de este año se nos ha presentado como esos llamados “combate del siglo”, donde dos boxeadores se disputan el cetro mundial además de una fabulosa bolsa económica. Para esta semana teníamos anunciado el debate del siglo entre los candidatos con mayores posibilidades a presidir en Gobierno de España tras la repentina convocatoria a elecciones generales hecha por Pedro Sánchez como secuela de los resultados en los comicios locales y regionales. Conocedor de lo adverso de las encuestas y con el recuerdo tan vívido del anterior proceso, la estrategia del Presidente lo fiaba todo a ganar el debate aplastando a Núñez Feijoó y estirar el efecto de esa derrota como motor del resto de la campaña. La cuestión, se entiende, era demostrar que su oponente no está capacitado para dirigir el Gobierno e ir desgranando a la vez en el curso del debate la notable gestión del Ejecutivo. Concluido el combate una abrumadora sensación de derrota heló las ilusiones en las filas socialistas y de la izquierda en general, por más que se hayan tratado de disipar los efectos con todo tipo de justificaciones. Como parece que nadie lo había previsto, el plan de contingencia para una derrota no se había considerado y las excusas ha habido que improvisarlas con resultados peores aún que los del debate.
Entender lo ocurrido el lunes es muy sencillo y consiste en una mala interpretación de lo que la experiencia parlamentaria arrojaba en aparente beneficio de la superioridad del Presidente. Un grave déficit de juicio al no considerar que el formato parlamentario siempre beneficia al Gobierno porque tiene siempre la última palabra y más tiempo para sus intervenciones conforme al reglamento de las Cámaras. Las aparentes victorias parlamentarias del Presidente frente al líder del PP no eran ni por argumentos ni por brillantez, cosidas en muchas ocasiones a base de golpes bajos, sino por unos desequilibrios de tiempo entre uno y otro que daban una falsa sensación de vapuleo totalmente engañosa para quien se quisiera engañar no descontando un factor tan evidente. Una vez igualada la variable tiempo la posición de ambos quedaba neutralizada. Ni siquiera las constantes interrupciones de Pedro Sánchez cuando hablaba Feijoó consiguieron inclinar el tablero a favor del socialista. Y aunque hubo muchos momentos en que la Presidente popular no se le entendía, los moderadores no compensaban su tiempo, que se totalizaba en su cronómetro, en un peculiar entendimiento de la ecuanimidad que incluyó que se llamara la atención a ambos por lo que hacía Pedro Sánchez. La “moderación” incluyó tres preguntas capciosas al líder popular, dos referidas a VOX y una sobre el asunto del Sáhara. De existir alguna conspiración mediática esa noche más de uno debió quedarse pensando a quién beneficiaba.
Lo que evidenció el final del debate es que todo se había planteado mal desde las filas del Gobierno. Jugarse a esa sola carta las elecciones y desplegar todo el aparato de propaganda diciendo que a Núñez Feijoó le temblaban las piernas ante Pedro Sánchez, peor que un acto de soberbia, fue un error. El Ministro Bolaños, cuya estética atildada no previene de su afición por el granizo dialéctico, se empleó a fondo pintando a un dirigente popular en estado de pánico. El espejismo de superioridad creado en base a expectativas que se demostraron infundadas olvidó lo práctico que resulta un cierto grado de humildad que considerara los puntos débiles que tenía la gestión del Gobierno para ser eventualmente contrarrestados. Pedro Sánchez, sin embargo, se lanzó sobre su oponente como esos púgiles que quieren acabar rápido dando golpes sin parar y acaban siendo sorprendidos por una contra. El Presidente ha solido ser caracterizado como un killer, pero no, se define mejor como un ciborg, porque su “programación” política no le da para jugar tácticamente con momentos de empatía hacia el adversario ni para tolerar titubeos eclécticos en los suyos. Sánchez fue Sánchez, no dejará de serlo para lo bueno y para lo malo, lo que en ciertos momentos es la virtud que eleva en otros es el exceso que hunde y no es descartable que en los cuatro días que estuvo preparando el debate fuera él quien asesorara a sus asesores sobre lo que le tenían que aconsejar para ganarlo.
Así las cosas y con todo fiado a la denuncia del eje del mal, PP/VOX, y cortar de forma constante el discurso del Presidente popular, Pedro Sánchez acabó destruyendo el suyo y perdido en la irrelevancia. Abascal, como en la obra de teatro “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, hizo las veces del hijo inexistente del drama de Albee, ni estaba ni por supuesto iba a llegar, pero como para el matrimonio de la obra, Martha y George, se convirtió en el hilo ficticio que unía y enfrentaba a la vez a los protagonistas. Pedro Sánchez llegó a hablar de un tenebroso túnel del tiempo si se daba un cambio de mayoría parlamentaria y utilizó como ejemplo la polémica creada por la suspensión en un pueblo de la Comunidad de Madrid de una novela, esta sí, escrita por Virginia Woolf (Orlando). Prescindiendo de que la denuncia sea cierta o no y de que otras cancelaciones llevadas a cabo sin miramientos desde la atalaya de la superioridad moral no permitan reconocer mucha credibilidad a esa crítica, el asunto no carece de importancia. En España una parte de la intelectualidad, con generosa ampliación del concepto a cualquiera que apoye la causa, está políticamente alineada formando un lobby de gran influencia en el poder que franquea puertas y abre grifos. La nostalgia de un macartismo no vivido resulta sin duda muy útil para decir que, también en esto, el infierno son los otros.