La Ley de Amnistía según su Preámbulo, tiene como objetivo fundamental restablecer la convivencia con y en Cataluña. Un recto entendimiento de ello, asumiendo la evidente decadencia de la idea de rectitud y de lo que significa entender, nos lleva a suponer que en Cataluña quedarían desterradas las prácticas sectarias del nacionalismo gobernante, la posibilidad del uso indistinto de las lenguas española y catalana en todos los ámbitos y el acatamiento incondicional de las leyes del Estado. La resultante sin embargo ha sido doblemente negativa para el objetivo proclamado porque el independentismo se ha radicalizado, si es que tal cosa es ya posible y ha dividido, sin otra contrapartida que revalidar el mandato presidencial, a toda la sociedad española entre los partidarios de la amnistía y los que son contrarios a ella. Una consecuencia que parece no preocupar al Sr. Sánchez, que además tiene el privilegio de aunar en su persona la preocupación del Partido y del Gobierno ya que uno y otro somatizan sin discusión los deseos presidenciales como por transustanciación. Antes al contrario, al Presidente parece resultarle muy conveniente para sus objetivos la polarización provocada por la amnistía en la medida en que le permite justificar lo que no es sino puro consecuencialismo para mantenerse en el cargo justificado por la existencia de unos reductos ideológicamente trogloditas que quieren “encerrar a las mujeres en la cocina y a las personas LGTBI en el armario” (sic), frente a los que debe levantarse “un muro”. Esto es grave que lo diga el Presidente del Gobierno, pero en la misma medida lo es que una parte de lo que podría llamarse la “inteligencia nacional”, la que al fin y al cabo marca con sus opiniones la escala de valores sociales, haga suya ese tipo de demagogia. Llanamente expresado: que un referente de la izquierda sea el Sr. Maestre y no el Sr. Ovejero, explica la diferencia entre el nihilismo de un muro y la civilización.
Para un adecuado análisis de lo que el aquí y ahora de la amnistía representa es necesario considerar en la misma dos aspectos, el moral y el legal. El primero, puede que el más importante, va más allá de las consecuencias últimas que puedan derivarse de su concesión y que no es descartable en absoluto que terminen siendo las contrarias de las que buscaron sus promotores. De hecho, ese efecto opuesto al buscado suele ser el de la mayoría de las decisiones que giran bajo la inspiración de la ingeniería social. En el plano moral las razones que se han empleado para justificar la necesidad de la ley de amnistía pueden resumirse en el uso artero del lenguaje, un clásico de estos tiempos, y un cinismo sin límites. Realmente uno y otro han sido en última instancia una misma cosa porque ambos han servido al mismo fin, esto es, que los siete votos del Partido del Sr. Puigdemont no respondían al afán por retener el Gobierno, sino a elevados principios inspirados en la coexistencia armónica de gente con ideas distintas. Esto quedó rápidamente desmentido cuando una diputada, emulando a Mefistófeles, le recordó al Presidente Sánchez durante el debate de investidura que el alma que había vendido carece de cláusula de recompra y que el pago será exigido en la especie pactada (amnistía, dinero y autodeterminación). Como ejemplo de cinismo nunca falta el Sr. Bolaños que requerido por las autoridades europeas para explicar la ley de amnistía contestó que no era cosa del Gobierno sino del Parlamento, apareciendo cuatro días después como encargado de presentarla públicamente. La mentira como dilema ético ha quedado amortizada a la vista de su escaso coste electoral.
cabe recordar que como regla general del derecho cuando alguien ha reconocido una obligación o un hecho, no se le permite negar su eficacia vinculante, definida como acto propio
En el plano legal, el texto de la proposición de ley de amnistía no ha hechos más que revelar la mala conciencia de sus redactores al repetir de forma obsesiva que la futura norma es constitucional, incluso antes de que nadie la impugne. Los mismos que se quejaban de que se criticara la amnistía antes de dar a conocer en contenido de la propuesta, se apresuran a decretar su constitucionalidad sin conocer las objeciones en su contra, objeciones que en realidad les traen sin cuidado porque el quid no está en la constitucionalidad de la ley sino en los siete votos por los que intercambiaba. Más sorprendente aún resulta que teniendo un Tribunal de garantías constitucionales tan políticamente proclive, “a priori”, a convalidar el articulado, se haya cometido la torpeza (tan delatora) de insistir tanto en el carácter constitucional de la iniciativa. Y demuestra por lo demás que si el Tribunal encargado de ello puede interpretar que la Constitución va más allá de lo que dice, tenemos la muestra inequívoca de que la política ha desbordado los límites que marca la ley. En un Estado democrático las potestades del Estado están escritas, no se interpretan, como mínima cautela frente a la arbitrariedad. En todo caso, las dudas sobre la inconstitucionalidad de una ley deberían determinar su rechazo y el de ésta en particular por el motivo real de su aprobación que no puede ocultar un Preámbulo mendaz. De forma anecdótica, o puede que no tanto, cabe recordar que como regla general del derecho cuando alguien ha reconocido una obligación o un hecho, no se le permite negar su eficacia vinculante, definida como acto propio. Si los mismos que han dicho por activa y por pasiva que la amnistía era inconstitucional pretenden ahora sostener lo contrario, la respuesta del TC debería ser la misma que la que recibiría cualquier persona con iguales aspiraciones en cualquier juzgado de España. Sobre todo si lo único que ha cambiado para ese tránsito de una opinión a otras es la necesidad de contar con los votos de quienes van a ser los beneficiarios de la ley.
El Presidente asume también cesiones y pactos, que van mucho más allá de la amnistía en sí y que entrañan un altísimo riesgo moral por las graves consecuencias de todo orden que pueden derivarse de aquellos. Decir, o prometer solemnemente, que se va a defender la Constitución con el apoyo exclusivo de todas las fuerzas antisistema es asegurar un imposible y a la vez abrir una profunda grieta con millones de españoles a los que se ignora en el mejor de los casos, mientras se conceden privilegios e impunidades a quienes vulneran las leyes y repudian su acatamiento. Gobernar no es repartirse el poder, ni forzar la esterilidad del diálogo racional dentro de las instituciones dejando a la oposición como única alternativa la protesta en la calle. Los peligros ya están a la vista.
José María Sánchez Romera