Textos y fotos: Javier Celorrio
Nada tan estimulante como descubrir en inviernos de inusual crudeza -y que por su rigor imponen un arropamiento denso para blindar el cuerpo defendiéndolo de la inclemencia ambiental, en todo ese embalaje frío y propio de la estación, y digo aún siendo de crudeza inusual- , que al sur de la península y en la costa oriental de Andalucía, existe una zona de proverbial calidez donde el viajero, aparte la diversidad de su paisaje, descubrirá también que el invierno cuenta con geografía propia y que el viaje obtiene en su fin un hallazgo que no iba impuesto en su principio y que, condición imprescindible a cualquier periplo que se precie, corrobora el motivo de esa empresa, que es admirarnos de encuentros, tropiezos, descubrimientos y enseñanzas. Esto ocurre cuando se es viajero, no turista.
«Almuñécar es cubismo teñido, en su encalado, de añil y blanco en sus amaneceres y dorado, cárdeno y violeta al caer la tarde»
En el caso que me ocupa: el viajero ha encontrado el sur del invierno. Y no es exagerada la certeza, pues a nada que se introduzca nuestro visitante en esa comarca costera granadina con denominación para el mercado de Costa Tropical, ya tomará nota que el aire comienza a mover cierta influencia de marcada calidez de sol en la atmósfera, y que la misma se derrama en el paisaje con frutales que parecen adelantar la primavera o se ratifica sobre la mar con pasmosa calma invernal que desdice aquella norma marinera de la antigüedad por la cual el cabotaje no podía hacer singladura por el Mediterráneo en los meses que iban de noviembre a marzo.
Dicha advertencia se desmiente, en mi caso, por el perfil de un velero costeando plácidamente por este litoral que tan pronto nos muestra playas de densa luz partidas por torrenteras como escarpados acantilados en cuyos fondos el agua transparente invita al baño sin que la temperatura nos haga desistir del impulso de hacerlo.
Pero si la Costa Tropical es la visualización del sur como punto cardinal del territorio del invierno del que hablo, será uno de sus puntos emblemáticos el que concitará en el andariego, ajeno y huidizo de cualquier aglomeración y hartazgo de frío, mayores parabienes: Almuñécar, con densa prosapia de civilizaciones en sus gentilicios, muestra, desde su estructura urbanística -cubismo teñido, en su encalado, de añil y blanco en sus amaneceres y dorado, cárdeno y violeta al caer la tarde- de su casco antiguo encaramado sobre un cerro, la esencia del sur que perfuma de luz y brisa y tacto de salitre el cuerpo uncido de niebla mañanera y heladas nocturnas que trae el viajero sobre su piel lanceada de frío.
«en honor al emperador pasó a llamarse Sexi Firmum Iulium según cuenta la historia»
Este municipio costero granadino, limitando al oeste con la costa malagueña y enmarcado en la desembocadura de dos valles, que descienden pausada y verdeante desde la sierra de la Contraviesa hasta la costa abriéndose en la formación de dos bahías llamándose la de la vertiente más occidental de La Herradura y en el lado oriental, Valle de Rio Verde, donde se encuentra el núcleo urbano más importante del municipio, ofrece una panorámica que si sorprende por la generosa consolidación de sus azules celestiales y marengos con una luminosidad de contrastes difícil de encontrar en cualquier otra estación, no es de menor fascinación la frondosa verdura de su agricultura de productos subtropicales (chirimoyos, aguacates, mangos, papayas…etc…) que ciñen sus diferentes núcleos urbanos ( Torrecuevas, La Herradura y la propia Almuñécar) con un anillo verde cuya intensidad se reseña más precisamente durante los meses de invierno y convierte en delicioso cualquiera de los caminos y senderos que serpentean su vega cruzando los diferentes cauces de sus ríos que apenas, a no ser en días lluviosos, tiene caudal.
Y entre estas plantaciones, cuya medida es el marjal, el viajero puede contemplar, aparte la feracidad de la tierra y los juegos fantásticos de claroscuros bajo el boscaje de su plantación tropical, restos de la antiquísima cultura de este pueblo dos veces milenario que cuenta, y que precisamente se hacen visibles alguna de sus arcadas en ciertos parajes de esta vega, con la impresionante obra de ingeniería hidráulica que es el acueducto romano con siete kilómetros de longitud, y cuya obra se realizó en la primera mitad del siglo primero cuando la antigua Ex, de factura fenicio-púnica, había sido ya reconocida por el propio Julio Cesar como ciudad de derecho latino junto a otras veinte ciudades de la provincia Bética, que en honor al emperador pasó a llamarse Sexi Firmum Iulium según cuenta la historia.
«si al sur el mediterráneo impone su abierto horizonte de azules sólidos y limpios ya mentados, el norte sorprende con ese hemiciclo de montañas que protege al pueblo del rigor de los inviernos»
Mas no solo llevara el viajero cuenta y visión del oro de las piedras milenarias ni del poderío de sus construcciones en su vagabundaje por esta vega, ya hemos dicho feraz y agradecida y que de su variedad de frutos da los mas sabrosos al mercado y la gastronomía, sino también enseñanza erótica para hacer alimenticio el folgar; pues ha de saber que del fruto de uno de esos árboles concretamente del “persea gratísima”, que en vulgar es aguacate, dijo don Francisco Hernández aquel que fuera médico de Felipe II, que despertaba “grandemente el apetito venéreo acrecentando el semen”.
No obstante y para desgracia de este médico y mucho más para su insigne paciente, pues pasan por ser excelentes las diferentes variedades que aquí se crían, no serían los aguacates sexitanos los que conociera, pues la implantación de estos frutos en la comarca tropical viene de los años 60 de nuestro siglo XX y probablemente, y si fue viajero aquel que fuera sanador de reyes, que sí llegara a probar la repostería árabe de la zona que, acaso mestiza por imperativos de la convivencia mediterránea debido a que tiene muchos puntos en común con la romana, aún sigue singularizándose en su Cazuela de Mohina pasta de harina, almendra y especias que todavía puede degustarse. Y con ella, si el viajero tiene el paladar de gusto dulce, dejar rebajar su ingesta recorriendo las costanillas del casco antiguo de la ciudad que, de típico culs-de-sac árabe, les conducirá a miradores donde ambas facetas, la agrícola y la marinera, se hacen visibles; pues si al sur el mediterráneo impone su abierto horizonte de azules sólidos y limpios ya mentados, el norte sorprende con ese hemiciclo de montañas que, protegiendo al pueblo del rigor de los inviernos y constituyéndose en verdadero artífice de la singularidad climática de la zona, da al viajero la sensación de estar ante un ciclorama desde el que contemplar diferentes espacios de la geografía mediterránea. Y en esa doblez, en la bifrontalidad que nos muestra fastuosa fusión y amalgama es donde radica la fascinación que nos provoca esta ciudad y que se desnuda por entero cuando el turismo de masas vuelve a sus cuarteles de invierno.
Entonces Almuñécar, situada en el cálido sur del invierno, abre sus más íntimas claves al viajero mostrando sus maneras más amables en playas de aguas cálidas, plazas recoletas al mediodía, empinadas costanillas que según su situación, al sur o al norte geográfico, nos muestra ese prodigioso ensamble arquitectónico con la condición marinera o agrícola de sus habitantes, o al menos de los que fueron sus primigenios moradores, pero siempre construidas en ambas vertientes como atalayas al aire y expertas en la luz. Este paseo nos propone, aparte sus encuentros arqueológicos con paños de historia, una cita con la calma que tiene en el sol del mediodía, por otra parte nada dramático ni achicharrante, con lenitivo de brisa, y en las noches de luna, con apósito de salitre y excelsos brillos de su cielo, una prodigiosa proximidad con los olores apasionantes del jazmín, adelfas, el galán… .
Hay mucho de literario en estos itinerarios de ciudades de invierno, pero en nuestro vagabundeo por la milenaria Ex se nos muestra un facetado enigmático en el mismo: a mi entender ese frágil enervamiento de la luz que puede tornar el generoso cromatismo del paisaje en contraste exasperado por la simple interposición de una nube entre el sol y la paleta de colores. Aquí la realidad se impone sobre cualquier lirismo, pues ya su dramaturgia la lleva puesta, y sólo espera que el viajero repunte su sensibilidad y se acomode al dictado de elementos y al capricho del escenario. Y esto, aparte de otras consideraciones para las que nos falta espacio, es suficientemente representativo para que el viajero se anime al viaje, se desfaje de excesivas vestimentas y venga al sur de este invierno o decida quedarse para el resto de ellos. Aquí, en el invierno tropical, se advierten cosas más bellas en el fuego y la bruma, la luz y el celaje. Lo demás es cosa que el viajero lo descubra por si propio.