En estos días pasados hemos asistido a un dramático acto de ensañamiento público infligido a una serie de equipos de fútbol por la pretensión de crear una competición en la que se iban a enfrentar entre ellos en tanto que son las escuadras más laureadas de la historia de ese deporte. La fulminante reacción de los estamentos burocráticos del fútbol e incluso los gobiernos nacionales para frustrar que esa idea se llevara a cabo se ha llevado el plan a una escombrera y los impulsores al desolladero de la opinión publicada. Con una virulencia verbal que llegaba a la amenaza y algo más allá a lo soez, los equipos que encabezaban el proyecto fueron atacados con calificativos tales como insolidarios, elitistas, contrarios al mérito deportivo y constituir una banda de plutócratas con bulimia por el beneficio. La reacción acongojada de los “rebeldes” fue negar las acusaciones y prácticamente decir que ellos son todo lo contrario de lo que les espetan, es decir, que son solidarios, sociales, meritocráticos y acuciados por una crisis económica que los ha obligado a tomar esa decisión, en definitiva, se han excusado. Sorprendentemente ni unos ni otros han mencionado algo tan obvio como la libertad. Libertad para emprender, para asociarse y para decidir de forma autónoma lo que cada uno quiere hacer con sus intereses. Todo un síntoma de estos tiempos.
Los organismos paraestatales que dirigen el fútbol y los estatales con sus gobiernos al frente, han protagonizado una de las mayores agresiones conocidas al libre emprendimiento. El nacional-populismo encabezado por personajes otrora denostados como Boris Johnson y Viktor Orban, con el más taimado respaldo de Mr. Macron, han sido el ariete que ha echado, de momento, abajo el proyecto. Un día se derriba un proyecto empresarial en aras de un supuesto interés común, aunque no se alcanza a imaginar un interés menos común que ver o no ver partidos de fútbol que no sea el del control político del circo, y otro echan abajo una puerta sin mandamiento judicial con una apelación del mismo orden. Otro síntoma.
No es del caso pronunciarse aquí sobre qué competición o tipo de organización es mejor para el fútbol, eso forma parte de lo que debió ser la normalidad al abordarse este asunto. La cuestión es que un grupo de representantes de unos clubes quisieron hacer uso del derecho de asociarse y disponer de sus intereses y que unos poderes burocráticos abusando de forma ilegítima de la coerción que la sociedad les proporciona para fines distintos, los han obligado a hacer lo contrario de lo que querían por el expeditivo método de anunciar la utilización de la cuanta fuerza fuera precisa malversando el poder que las normas otorgan a sus decisiones. Arbitrariedad y autoritarismo justificados por una especie de ontológica legitimación sólo perceptible para quienes los han ejercido.
Todo ello se ha acompañado de la imprescindible manipulación informativa por la cual “unos” aficionados manifestándose contra el proyecto de la “superliga” son “los” aficionados de los clubes, según la ya clásica confusión de la parte y el todo. No podían tampoco faltar las inevitables cargas de demagogia y emocionalidad, llaves maestras que abren la puerta a la oficialización de la mentira. La utilización del odio al rico simbolizado en estos grandes clubes acusándoles de hacer desaparecer el fútbol, debería recordarnos que tras el señalamiento público de culpabilidad suele acechar un holocausto. En la lucha por el poder se suele olvidar lo peligroso que es jugar con fuego.
De los muchos engaños en que se ha envuelto esta trivial lucha de intereses, como tantas otras, emprendida por los estamentos futbolísticos, el mayor sin duda ha sido la demagógica atribución de la propiedad de los clubes a los aficionados. Equipos que pertenecen a algunos estados, testaferros al margen, grupos de inversión o multimillonarios, es evidente que no son de sus abonados o simpatizantes. El Presidente de la UEFA, el Sr. Ceferin, cuya representatividad social se describe con una palabra (ninguna), ha querido hacer pasar sus intereses y los de unos pocos como los de todos para seguir manejando los hilos económicos ligados a la retransmisión de partidos. El Sr. Ceferin, que por su sueldo y estatus cabría esperar un mínimo nivel de abstracción en sus ideas y un lenguaje algo más escogido, no ha tenido inconveniente en permitir que los clubes se conviertan en símbolos del poder económico de cualquiera que pudiera comprarlos y sin embargo ahora quiere convertir a los hinchas en los “sans culottes” de esta revolución impulsada por reaccionarios. La ejemplaridad de la UEFA no es precisamente cervantina y toda su influencia se basa en la concentración de apoyos por el mayor número de los clubes modestos a los que concede por pura conveniencia un dinero muy superior a la demanda que hay por verlos impostando una voluntad igualitarista. Sobre la igualdad hay un curioso opúsculo de un escritor inglés, Jerome K. Jerome, llamado La nueva utopía, que es en realidad una distopía provocada por la absoluta igualdad impuesta a una sociedad imaginaria, cuyas consecuencias acaban siendo espeluznantes.
En la actualidad parece imposible librarse de alguna adiposidad colectivista que en el caso de los sentimientos y las emociones, utilizados para absorber lo individual, convirtiéndolos en expresiones cuasi tribales para facilitar la manipulación. Para ello se ejerce un despotismo, escasamente ilustrado, que trata suplantar la acción individual humana por la de entes que solo sirven al poder y que por tanto sólo atienden a su pervivencia. Para cebar esa alienación inconsciente se ha proclamado una pseudo soberanía de los aficionados en relación con sus equipos y a la vez se ha obligado a los consumidores, que son los que pagan, a adquirir un producto con un valor artificial pues no todo cuanto se ofrece responde al mismo interés por la parte de la demanda. La solución no es obligar a jugar a equipos de muy diferente potencial ofreciendo un producto deportivo de menor calidad, por eso es la imposición de un régimen de monopolio fijando los precios al margen de las preferencias del consumidor. Si se subvenciona lo que el mercado no adquiere no se puede decir que se atiende a voluntad colectiva, es una contradicción, únicamente el estímulo de la competitividad a base de excelencia mejora la oferta. La literatura no se potencia obligando a los grandes escritores a compartir páginas y retribuciones con los mediocres, pues lo que provocará son obras de peor calidad, falta de estímulo al ingenio y la consecuente pérdida de interés en la mayoría de lectores. Subvenir por sistema es subvertir los resultados del esfuerzo y premiar el conformismo o la sumisión.
Es precisamente la calidad del producto lo que determina el mérito y por ende su valor, inconcebibles ambos al margen de la búsqueda de la excelencia, que, en este asunto del fútbol, no pasa de ser otra de las recurrencias que de forma atropellada se han traído a este debate. El mérito no es un efímero fogonazo, el mérito es un continuo, una obra en permanente recreación, en ascenso constante. Acusar a equipos con la historia del Real Madrid, Atlético de Madrid, Barcelona, Juventus, Manchester United o Inter de Milán, por citar algunos de los conjurados, de actuar en contra del merecimiento, cuando suman a lo largo de su historia los mayores triunfos futbolísticos, es peor que injusto, es una ampulosidad inaguantable.