Esta semana se ha producido un enconado debate a cuenta de la propuesta de la coalición que funge bajo el nombre de “Gobierno de Progreso” por la rebaja por ley del máximo de horas que los empleados deben trabajar, cobrando lo mismo, para quienes los contratan y donde se incluirán con toda lógica los empleados públicos por trabajar para la Administración que va a impulsar la iniciativa. Es curioso que quien dice que trabaja hasta altas horas de la madrugada para lograr la excelencia con buenos acuerdos en beneficio de la sociedad, sostenga al mismo tiempo que los demás tienen que trabajar menos, se supone que renunciando a la misma excelencia. La patente contradicción entre ambas conductas debería desalentar a sus defensores porque implica que una de ellas tiene que ser falsa.
La verdadera: que muchos millones de personas van a producir menos a cambio de un mismo salario, lo que significa que las empresas tendrán un déficit de rendimiento y por tanto de producción, lo que igualmente implica una subida de los costes al tener que pagar iguales salarios a cambio de menores prestaciones. Según los defensores de la idea todo quedará compensado con una mayor intensidad durante la jornada, lo que no deja de ser una predicción voluntarista con la que trampear frente a la lógica: si se cambia un factor del sistema el resultado no puede ser el mismo, salvo en los mundos de fantasía. Es cierto que determinados trabajos que requieren un esfuerzo muy exigente puede justificar limitar los horarios, pero no se puede elevar a categoría lo particular. En todo caso aplicar esta decisión no tiene un resultado neutro y las consecuencias para la economía difícilmente pueden ser ignoradas, otra cosa es que se asuman en busca de otros objetivos que desde luego no pueden ser el aumento de la riqueza. Debiendo descartar por ser notorio que no se puede repartir lo que no se crea antes, tomar medidas que irán consumiendo el capital de las empresas sólo puede conducir a su cierre. La insolvencia con la que se habla de las empresas cuando presentan resultados exitosos en sus balances creyendo que “caen del cielo” y no del trabajo y la dedicación recuerda a la codicia ciega del dueño de la gallina de los huevos de oro. Los perjudicados por tanto van a ser todos.
Hay todavía algunas consideraciones que añadir. Esta singular cuadratura del círculo se anuncia en ausencia de todo cálculo económico sobre los efectos de estas medidas, forzosamente perniciosos, y que van a necesitar el apoyo parlamentario de partidos nacionalistas ideológicamente alejados de esas propuestas, por lo que si las apoyaran será a cambio de obtener mayores privilegios para sus territorios en perjuicio del resto. Tampoco parece haberse considerado el impacto en autónomos y pequeñas y medianas empresas, que se verán obligados a mayores esfuerzos para compensar su pérdida de producción y competitividad. Seguramente los empleados trabajarán menos, pero los dueños de las empresas deberán trabajar mucho más y eso no resulta precisamente muy igualitario. Habrá quien objete que para eso reciben los beneficios, aunque la respuesta se ofrece sencilla: no es un axioma económico que siempre haya ganancias. Por último, no puede perderse de vista, en el caso de la administración pública un previsible colapso cuyo constante aumento de peso la hace cada vez más lenta. La rebaja de tiempo que se va a dedicar a resolver los asuntos de los ciudadanos cada vez más necesitados del concurso de la administración por las políticas intervencionistas que se han desplegado, no puede más que ralentizar la gestión de los trámites. La cuestión es lo suficientemente grave como para repensarla e incluso podría quedar la esperanza de unos de esos ya famosos cambios de opinión, lo malo es que, al contrario que otros, este tipo de anuncios suelen cumplirse.
Pese a todo, no contemplemos la faceta económica como la única relevante, dejando a un lado lo material aceptemos la proposición tal y como viene formulada, según sus términos: es bueno trabajar menos porque se hace más feliz a la gente al disponer de más tiempo para otras cosas. Esto nos trae a la memoria la idea de la alienación del trabajador que vende su fuerza de trabajo a quien lo contrata por quedar ajeno al resultado de lo que hace. Siguiendo ese razonamiento un menor tiempo de trabajo debería contribuir a una realización personal a la que al parecer no se llega al convertirse en trabajo en mera mercancía. Sin embargo, esto tiene problemas tanto para ser demostrado como para aceptarse como autoevidencia. Efectivamente, no puede admitirse “a priori” que todo el tiempo de ocio, o no laboral, sea necesariamente más feliz. Durante el tiempo en que no se trabaja pueden ocurrir tantas cosas en relación con las múltiples posibilidades de uso, que sostener la afirmación de que todo lo que ocurre fuera del horario laboral tiene que mejorar la vida de la gente no va más allá del deseo de que sea así para justificar la iniciativa. Por cierto, cuando se habla de mejorar la vida de la “gente” reduciendo sus horas de trabajo, debería antes definirse qué se entiende por gente, pues el sentido restrictivo que tiene el alcance de la medida (asalariados por cuenta ajena), quien quede fuera ya no sería gente, sino un resto de humanidad en busca de autor.
No hace tanto hablábamos del derecho al trabajo como el fundamento de la realización propia y el punto de apoyo sobre el que asentar un proyecto vital. Aquellas ilusiones que nuestra propia naturaleza animaba tales como formar una familia, mejorar las condiciones a partir de las que comienza, ganar el aprecio ajeno en el buen hacer de las cosas, viene todo impugnado por unas ideologías montaraces para las que todo lo pasado ha sido un error. Con lo sencillo que es que cada cual decida cómo, dónde y cuánto trabajar, algo que proporcionan las sociedades libres, siempre aparece alguien que alberga la fatal arrogancia de pensar que cualquier ocurrencia es la receta de la felicidad.
La verdadera: que muchos millones de personas van a producir menos a cambio de un mismo salario, lo que significa que las empresas tendrán un déficit de rendimiento y por tanto de producción, lo que igualmente implica una subida de los costes al tener que pagar iguales salarios a cambio de menores prestaciones. Según los defensores de la idea todo quedará compensado con una mayor intensidad durante la jornada, lo que no deja de ser una predicción voluntarista con la que trampear frente a la lógica: si se cambia un factor del sistema el resultado no puede ser el mismo, salvo en los mundos de fantasía. Es cierto que determinados trabajos que requieren un esfuerzo muy exigente puede justificar limitar los horarios, pero no se puede elevar a categoría lo particular. En todo caso aplicar esta decisión no tiene un resultado neutro y las consecuencias para la economía difícilmente pueden ser ignoradas, otra cosa es que se asuman en busca de otros objetivos que desde luego no pueden ser el aumento de la riqueza. Debiendo descartar por ser notorio que no se puede repartir lo que no se crea antes, tomar medidas que irán consumiendo el capital de las empresas sólo puede conducir a su cierre. La insolvencia con la que se habla de las empresas cuando presentan resultados exitosos en sus balances creyendo que “caen del cielo” y no del trabajo y la dedicación recuerda a la codicia ciega del dueño de la gallina de los huevos de oro. Los perjudicados por tanto van a ser todos.
Hay todavía algunas consideraciones que añadir. Esta singular cuadratura del círculo se anuncia en ausencia de todo cálculo económico sobre los efectos de estas medidas, forzosamente perniciosos, y que van a necesitar el apoyo parlamentario de partidos nacionalistas ideológicamente alejados de esas propuestas, por lo que si las apoyaran será a cambio de obtener mayores privilegios para sus territorios en perjuicio del resto. Tampoco parece haberse considerado el impacto en autónomos y pequeñas y medianas empresas, que se verán obligados a mayores esfuerzos para compensar su pérdida de producción y competitividad. Seguramente los empleados trabajarán menos, pero los dueños de las empresas deberán trabajar mucho más y eso no resulta precisamente muy igualitario. Habrá quien objete que para eso reciben los beneficios, aunque la respuesta se ofrece sencilla: no es un axioma económico que siempre haya ganancias. Por último, no puede perderse de vista, en el caso de la administración pública un previsible colapso cuyo constante aumento de peso la hace cada vez más lenta. La rebaja de tiempo que se va a dedicar a resolver los asuntos de los ciudadanos cada vez más necesitados del concurso de la administración por las políticas intervencionistas que se han desplegado, no puede más que ralentizar la gestión de los trámites. La cuestión es lo suficientemente grave como para repensarla e incluso podría quedar la esperanza de unos de esos ya famosos cambios de opinión, lo malo es que, al contrario que otros, este tipo de anuncios suelen cumplirse.
Pese a todo, no contemplemos la faceta económica como la única relevante, dejando a un lado lo material aceptemos la proposición tal y como viene formulada, según sus términos: es bueno trabajar menos porque se hace más feliz a la gente al disponer de más tiempo para otras cosas. Esto nos trae a la memoria la idea de la alienación del trabajador que vende su fuerza de trabajo a quien lo contrata por quedar ajeno al resultado de lo que hace. Siguiendo ese razonamiento un menor tiempo de trabajo debería contribuir a una realización personal a la que al parecer no se llega al convertirse en trabajo en mera mercancía. Sin embargo, esto tiene problemas tanto para ser demostrado como para aceptarse como autoevidencia. Efectivamente, no puede admitirse “a priori” que todo el tiempo de ocio, o no laboral, sea necesariamente más feliz. Durante el tiempo en que no se trabaja pueden ocurrir tantas cosas en relación con las múltiples posibilidades de uso, que sostener la afirmación de que todo lo que ocurre fuera del horario laboral tiene que mejorar la vida de la gente no va más allá del deseo de que sea así para justificar la iniciativa. Por cierto, cuando se habla de mejorar la vida de la “gente” reduciendo sus horas de trabajo, debería antes definirse qué se entiende por gente, pues el sentido restrictivo que tiene el alcance de la medida (asalariados por cuenta ajena), quien quede fuera ya no sería gente, sino un resto de humanidad en busca de autor.
No hace tanto hablábamos del derecho al trabajo como el fundamento de la realización propia y el punto de apoyo sobre el que asentar un proyecto vital. Aquellas ilusiones que nuestra propia naturaleza animaba tales como formar una familia, mejorar las condiciones a partir de las que comienza, ganar el aprecio ajeno en el buen hacer de las cosas, viene todo impugnado por unas ideologías montaraces para las que todo lo pasado ha sido un error. Con lo sencillo que es que cada cual decida cómo, dónde y cuánto trabajar, algo que proporcionan las sociedades libres, siempre aparece alguien que alberga la fatal arrogancia de pensar que cualquier ocurrencia es la receta de la felicidad.
José María Sánchez Romera