Terra incognita / José María Sánchez Romera

Dado el rumbo al que apuntan los acontecimientos que al parecer van a tener lugar en un futuro próximo si se fragua el acuerdo entre la izquierda y el nacionalismo, es razonable concluir que vamos a llegar a uno de esos momentos en que se rasga la cortina de la historia para pasar a una nueva etapa en la ya nada será. Saber a dónde vamos o, más complicado aún, a dónde nos llevarán los acontecimientos presentidos, aunque aún por ocurrir, y los efectos que tendrán las cosas que estamos conociendo, es un ejercicio inútil. Lo que sí podemos anticipar son tiempos de conflicto y posiblemente de carencias porque el bienestar y la abundancia maridan mal con la inestabilidad. Las proclamas de la izquierda, que siempre promete futuros de prosperidad y convivencia, suelen acabar en lo contrario porque cuando no se gobierna en pos de un equilibrio social las ventajas y los sacrificios no se reparten justamente. Un ejemplo de esta forma política de discurrir la ofreció hace pocos días el Ministro de Asuntos Exteriores al defender el uso del catalán en las instituciones europeas porque lo hablaban diez millones de personas, mientras que aquí son marginados y sometidos a juicio de intenciones en los peores términos once millones de votantes. Pero quién repara a estas alturas en semejantes nimiedades.

El gran artífice de todo esto se llama Pedro Sánchez, que de nacer en el siglo XVI casi con total seguridad habría sido soldado de fortuna. Nada de lealtades, ni siquiera a su propio pasado, su capacidad para desdecirse es lo único que proporciona algo parecido a la seguridad que permite prever lo que serán sus actos futuros. Tal seguridad se asienta en el convencimiento de que hará exactamente lo contrario de lo que antes sostuvo y con él, férreamente y sin una sola deserción, otra novedad de esta época, los mismos que antes habían respaldado la opinión archivada. Si, como se dice, el pensamiento precede a la acción y ésta materializa lo que previamente se aparece en la mente, en el caso del Presidente su conciencia expresada en palabras será con toda certeza la antítesis de su acción futura. Una manera, muy original desde luego, de mostrarse previsible. Por eso, resulta ya tediosa toda discusión sobre lo que es mentira o cambio de opinión, porque además el lenguaje político está tan corrompido que nada es lo que debiera ser y lo que debiera ser muere sin llegar a nacer porque ha quedado rota la correlación entre la lógica y acto. Por tanto, no es el mayor de nuestros problemas lo que oímos a diario, carente del más mínimo valor, sino comprender el alcance de esa antinomia entre las palabras y sus consecuencias finales.

Esta semana, Alfonso Guerra, en la presentación (y toque a rebato) de su libro se quejó de que él había respaldado a su Partido defendiendo cuanto su Secretario General había venido diciendo, pero que como el que luego cambiaba de criterio era aquel al que había respaldado, no aceptaba su condición de disidente. Esa secuencia descrita por Guerra es lo que podría denominarse como autotransfuguismo, la huida de uno mismo. Antes el cargo público se desligaba de la disciplina de su partido para votar con el adversario, ahora es el partido el que abandona sus postulados previos y lleva a sus representantes a apoyar cosas incompatibles con lo que antes defendían sin cambiar de siglas. Para cambiar de ideas se elimina el enojoso asunto que implica cambiar de partido y todo lo que eso supone en muchos sentidos, incluidos los afectivos. El Partido cambia de principios en función de sus intereses que serán a la vez los de sus cargos y militantes (primero vivir, después filosofar), un transfuguismo inverso que es el fiel trasunto también de la espesa confusión en que vivimos.

¿Hacia dónde nos encaminamos?, no se sabe, menos aún dónde acabaremos. Aplicando el más puro pensamiento woke el nacionalismo ha pasado a ser en España una de esos grupos declarados como víctimas estructurales de un sistema que va cerrar los ojos ante cualquier cosa que hagan y van a borrar con leyes ilegales lo que hayan hecho. Para una izquierda que cree en el Estado más que en la Nación, no parece crearle disonancia alguna cebar a su vez las reivindicaciones nacionalistas, que vienen de nación (nota para despistados). ¿Alguien da más? Lo que de todo esto puede salir es un Estado tan aparatosamente grande como débil que primará, a cambio de su apoyo, a las comunidades con hegemonía política nacionalista en perjuicio de resto. Una España de dos velocidades destinada a gripar porque las artificiosas trasferencias de rentas de unos territorios a otros mediante presupuestos deficitarios y extractivos, tratarán de mantener controlado el nacionalismo a cambio de unos votos en precario que serán objeto de los más variados chalaneos. Demasiadas incertidumbres para penetrar en esa terra incognita.

José María Sánchez Romera

 

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