Fotos y Texto: Javier Celorrio
Desde tiempo inmemorial el hombre primitivo ha sentido la imperiosa necesidad de transmitir su visión del entorno dejando huella de su paso sobre los muros de las cuevas que habitaba en su fascinación por el poder de la imagen y, por qué no, un deseo de sentirse vivo y cierta transcendencia temporal. Cuestiones esotéricas a un lado, la reproducción de su cotidianidad se ha visto reflejada en númerosos hallazgos arqueológicos acaso como representación de lo sagrado o lo profano o tal vez como suculenta impronta de suplir la carestía de alimentos: un bisonte, un caballo o reno dibujado sobre el muro pueden parecer semejantes en iconografía a los pollos asados soñados por el magro Carpanta en sus tebeos. O como conjetura Gombrich en su Historia del Arte: «esos cazadores primitivos creían que con sólo pintar a sus presas los animales verdaderos sucumbirían también a su poder». Así, que como historia mágica para paliar la hambruna o como inscripción ilustrativas de poder, religión o leyes, concomitantes ambas en civilizaciones posteriores, las inscripciones han acompañado al hombre a lo largo de su existencia.
No es de extrañar que los grafitos (escrito o dibujo hecho a mano sobre monumentos o muros) que encontramos en distintos tramos de las tapias que flanquean la cuenca de río Seco de Almuñécar, correspondan a esa predisposición de lo humano a dejar firma de su paso hasta en la más pequeñas de las creaciones. En este caso, los muros de contención que se alzaron a los largo de esos ríos como previsión de un aumento de caudal para mejor proteger el interior de la finca ante el peligro de futuras inundaciones.
Desde escenas familiares hasta profusión de barcos pasando por la constatación de la fecha en que fueron hechas o el dibujo de los propios albañiles que la realizaron, determinando en alguna de las composiciones hasta sus nombres y el oficio que desempeñaron en la misma, se plasma sobre la superficie de esos lienzos de yeso que componen un mural naif e invitan a quien los contempla a retroceder más de un siglo. Sea que imaginemos, a aquellos peones de aluvión, todavía fresca la masa y sirviéndose de cualquier herramienta punzante o con el borde afilado de alguna piedra, ejecutar con tosco trazo los dibujos e ignorando que volcaban su presente hacia el futuro en lo que para ellos simplemente era la muestra de haber realizado ese trabajo o un prosaico ocupar el tiempo restante hasta completar la peonada.
Desde aquel 1892, que vemos en una de las inscripciones, ha pasado un siglo XX con toda su metralla de guerras y se ha iniciado el XXI con el galimatías digital que globaliza todo. Las manos anónimas que dibujaban han dejado en el muro la pobreza espartana de su época, soñando con barcos que van a la prosperidad de otro destino o con viñetas que muestran empingorotados personajes de su entorno y tal vez, como dice Chirbes «cada época concibe héroes a la medida de sus aspiraciones secretas».
Y si no fuera por la línea del cemento turístico que al sur, expoliando el horizonte, anuncia la cercana desembocadura del cauce entre campo de chirimoyos y aguacates que han sustituido el paisaje de la entonces plantación de caña de azúcar y riqueza industrial de la época, podemos maquinar, en esta mañana zambullida de calor y de luminosidad poderosa, a aquellos obreros abrasados por el sol que cae a plano, levantando el muro piedra sobre piedra mientras se cuentan sucedidos locales o mantienen un diálogo con algún cortijero que bajaba o subía del pueblo a lomos de su mula con destino a su cortijo o intercambian agua o vino con el pastor que conducía sus cabras rio arriba camino de la enjuta sombra de los pilares de aquellos arcos, dicen del tiempo de los romanos, y que todavía parece tener un recuerdo, un refresco del agua que conducían y, al parecer, función primordial de aquella obra. Son voces errantes entre el cielo y la tierra.
Esos paliques son conjeturas del narrador. Pero lo que es real esta mañana es el color del cielo con toda probabilidad del mismo azul de aquellos tiempos y que como ahora surcaría una nube blanquísima, pequeña y huérfana que se desliza por él y este empieza a emblanquecer, rumbo al mediodía, su potente azul de las primeras horas. Las chicharras siguen sonando, pero sin penetrar el silencio como entonces, ahora interrumpido ambos por el ruido de la cercana carretera o el incesante paso de una motocicleta o un todo terreno que levantará una tolvanera del desértico cauce. Miro los grafitos y pienso en aquellos que lo hicieron y que no entenderían el interés que ahora despiertan sus toscas e inocentes creaciones ni las interpretaciones que ahora hacemos de los mismos; tampoco comprenderían el resultado de todos estos años pasados ni la frase de «más se perdió en Cuba», que entonces está a punto de producirse. Ellos, en algún lugar del tiempo, van tirando de su inteligencia y afanan sus energías en seguir el día a día. Y como siempre unos arriba otros abajo y viceversa según los distribuye el tiempo.
Y parafraseando al eslogan publicitario que la faraona Flores se inventó: puede que no sea arte, puede que carezca de estilo, pero no se lo pierdan, porque es el tiempo que nos mira y para eso no hay Inteligencia Artificial que valga ni regla que lo contenga. Los grafitos merecen una visita.