Una derrota pírrica / José María Sánchez Romera

La gran excepcionalidad de la investidura de Feijoó este pasado viernes es que se trata de una derrota a la que su protagonista reconoce como suya y que, por contraposición al sintagma original, podría denominarse derrota pírrica. Ese reconocimiento que rompe con la experiencia más tradicional en política tiene que ver con dos derivadas de este trámite parlamentario: Feijoó se convierte en el líder indiscutido del centro-derecha y además ha demostrado ser hoy por hoy el único capaz de dar una visión coherente de España. Ambas cosas dan la clave para entender la reacción de la izquierda y el nacionalismo que se concreta en un pánico cerval a perder, los primeros, el poder y los segundos, su influencia, y consiguientes recompensas, en el Gobierno Central. Nada como la reacción desmesurada del adversario para medir el acierto de una decisión. El Congreso de los Diputados se llenó de toscos sofistas que sólo trataban desesperadamente de embrollar como fuera el debate.
La sesión de investidura tuvo su parte anecdótica cuya comprensión exige fijar el contexto en el que trataron de situarse las intervenciones de todos los portavoces que negaron su voto al candidato. Y ese contexto fue un borrado general de todos los hechos que pudieran impugnar la negativa a votar a Núñez Feijoó. Éste, pese a la certeza de que no iba a obtener la confianza de la Cámara, presentó un programa en bastante consonancia con las necesidades del país con modestos toques de liberalización, muy necesarios frente a la avalancha intervencionista, y, en todo caso, razonablemente pragmático. Todo ello acorde con la propia personalidad del candidato, sensata y moderada, pese al retrato moral que se quiere hacer de él como un extremista mentiroso (esto último, viniendo de quien viene, no deja de tener su faceta divertida). Cualquier parecido de la izquierda española con la socialdemocracia tradicional es pura coincidencia, que frente al objetivo de seguir en el poder la razón no representa para ella un obstáculo de entidad. Por eso hablar con rigor de cosas tan prosaicas como reducir la deuda pública, aunque ese platonismo en el manejo de las finanzas ningún izquierdista lo traslade a su experiencia personal, reordenar la legislación laboral para facilitar la creación de empleo, eliminar las razones ideológicas de las decisiones o tratar de resolver el problema nacional del agua (aquí el discurso de la solidaridad queda abolido), por citar algunos ejemplos, que, por más acuciantes que resulten, no moverán una sola voluntad en esa trinchera excavada a medias entre la izquierda y el nacionalismo. Tan evidente como ni uno de esos discursos abordó nada relevante para refugiarse en el surrealismo de un país al borde del pustch conjurado en alguna cervecería (habiendo tantas en Madrid hay que reconocer que el peligro no puede ser más real).
En el fuego cruzado sobre Feijoó de de esa “santa alianza” cada uno cumplió el papel que su posición le asignaba retroalimentando unos discursos a otros. Agotadas las excusas siempre aparecía VOX para exorcizar las incoherencias. Así se justificó por ejemplo Aitor Esteban, portavoz del PNV (¿trataba de imitar el acento impostado de Dani Rovira en “Ocho apellidos vascos”) con aquello de que el PP tenía con VOX “la ballena en la piscina” para disimular que no veía ese tiranosaurio llamado BILDU en el hemiciclo. Pero, ¿qué es una evidencia en estos tiempos si la puedes vadear poniendo un vulgar Puente? Al contrario de lo mucho que se ha dicho y escrito sobre el improvisado portavoz del PSOE, nadie debería estar más preocupado por su intervención que Patxi López, al que superó con creces en demagogia porque eso siempre cotiza alto cuando se trata de exacerbar conflictos.
Por lo demás la falta de sentido común en su afán por atraer el voto nacionalista a la bolsa de su investidura, llevará a la izquierda a una coyuntura que más tarde o más temprano se hará insostenible para ambas partes. Pese a ciertas opiniones, la composición del Congreso no justifica traspasar determinados límites con tal de formar Gobierno, a no ser, claro, que desbordarlos sea lo pretendido. Con el anfibológico mantra del gobierno progresista se quiere justificar cualquier cosa que se haga para obtener los votos que permitan la investidura, un escapismo semántico con el que se elude explicar lo que se hará una vez se tenga el Gobierno de España. Por eso reclaman discreción y sigilo (“¡no la toques ya más, que así es la rosa!”) para conformar su inefable mayoría.
Y como nada nace sin un ambiente propicio, para justificar lo que venga después, se hace tabla rasa, quedando a beneficio de inventario, con todos los delitos e ilegalidades cometidos por los futuros socios del gobierno progresista. Mientras llega la amnistía en forma de ley, se anticipa la exculpación política echando las culpas sobre quienes defendieron la legalidad, acusándolos de no interpretar en la clave adecuada los actos del nacionalismo. Es el primer paso que da inicio al resto de un camino que no permite dudar, sería un exceso de ingenuidad, que ya esté trazado y contará con una extensa panoplia de justificaciones “ad hoc” para cada cosa que se acuerde. Por si sirve, Sabino Arana ya ofreció un poderoso argumento hace más de un siglo (el nacionalismo vasco siempre ha sido un adelantado): “¿Queréis conocer la moral del liberalismo? Revisad las cárceles, los garitos y los lupanares: siempre los hallaréis concurridos de liberales”. Aitor Esteban no lo trajo a colación, con lo bien que le habría quedado.
José María Sánchez Romera
 

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