A Tomás Llopis
Mi amigo César Simón solía bromearme: “Los andaluces sois muy barrocos”. Yo siempre le respondía: “Sí, no hay más que ver las Fallas de Sevilla”. Porque las fallas son una representación barroca, exagerada y jocosa de la realidad. Una caricatura de la vida en común. Y eso me parece el flamante gobierno valenciano, una caricatura política, un despropósito donde al humor y la risa lo sustituye la burla y el menosprecio de la política y de la realidad. No voy a hablar de los cuatro puntos programáticos, ya saben, “reforzar la sanidad de la sanidad, y las señas de identidad…” etc. La nota de prensa ha sido la risión general por lo deplorable, por decir algo, de la redacción del texto. Tampoco voy a hablar del consejero de cultura torero. Don Ignacio Sánchez Mejías financió la conmemoración, perdón, evento, de los poetas del 27 en el homenaje a Góngora. Hay una curiosa historia detrás de esa celebración, pero sería largo y no es este el momento para hablar de eso.
No quiero hablar del miedo. Viví muchos años en un país con miedo. Un país con miedo no es bueno, pero no sé si es aún peor vivir en un país indolente. Tampoco me interesa Feijóo, el derogador, y sus ocurrencias ni Abascal y sus bravatas. Pero detrás de esa falla inoportuna hay algo que asusta. No voy a hacer un vaticinio de desdichas, aún no han empezado a gobernar, aunque “se les ve de venir”. Dejemos la futurología a Nostradamus y sus expertos, pero “algo huele a podrido en Dinamarca” y don Guillermo (Shakespeare) pocas veces se equivoca.
Mi tristeza no es política, el juego de la democarcia es libertad de voto, aunque habría también mucho que hablar. Básicamente, la expresión democrática se ha reducido a esto, un voto cada cuatro años, y eso es pobre y triste. Y nefasto para la vida en democracia.
En Valencia se ha plantado una falla en junio y a nadie parece preocuparle la extrañeza. Yo he buscado el desgarrador poema del alto poeta catalán, Salvador Espriu, “Ensayo de cántico en el templo”: “Oh, qué cansado estoy de mi cobarde, vieja, tan salvaje tierra, y cómo me gustaría alejarme, más al norte, donde dicen que la gente es limpia y noble, culta, rica, libre, despierta y feliz”. Y de eso dan ganas, de alejarse en cualquier dirección, de este siniestro e inoportuno monumento grotesco. Pero, como dice Espriu, “yo soy también muy cobarde y salvaje y quiero con un dolor desesperado a esta mi pobre, embrutecida, triste, desdichada patria”.
Esto escribía un hombre llamado Salvador Espriu en el año 1954. Hace setenta años y sus
versos suenan ahora con igual tristeza.
Tomás Hernández