Unos presupuestos sedicentes / José María Sánchez Romera

 

No confundir con sediciosos, aunque la mayoría parlamentaria se haya empeñado en crear mucha confusión entre las cuentas del Estado y el Código Penal. Se quiere decir que las previsiones de gastos e ingresos (ricolas y juanolas para la Ministra concernida) presentada por el Gobierno no se corresponden con una anticipación realista de las cuentas públicas, son en realidad un andador político con aspiraciones de envite ideológico para sostener al Gobierno. A cambio del voto favorable, sírvase usted mismo y nadie hará preguntas.

El socialismo no es una buena idea mal aplicada. Es una mala idea porque no funciona nunca, lo que significa que no está bien concebida. Tanto más intensa es su aplicación, peores resultados ofrece, hasta llegar al desastre llevada a su punto extremo. La falta de referentes mínimamente exitosos lo demuestra, sin que sirva de ejemplo la socialdemocracia (hoy prácticamente desaparecida) por dos motivos. El primero es que se correspondía con una economía de libre mercado acompañada de la inversión en servicios públicos esenciales, no en aparato político, que garantizaban atenciones básicas universales, una especie de liberalismo corregido. El segundo es que no interfería las relaciones privadas de los individuos dictando reglas de colectivización de lo que deben ser preferencias individuales. Hoy ese socialismo democrático prácticamente ha desaparecido y su prolongación en la historia incumple las dos condiciones que lo hicieron viable. Por un lado, pretende aumentar la prosperidad transfiriendo rentas caprichosamente de unos sectores sociales a otros, que es como si alguien se cree cada vez más rico aumentando el importe de las extracciones de su propia cuenta corriente. Por otro, lleva su intervencionismo a la esfera privada de las personas pretendiendo ordenar legalmente situaciones de dominación en el seno de la sociedad, lo que además choca con el hecho de fomentar crecientes relaciones de dominación del poder político respecto de los individuos. Esto se ha contagiado a gran parte del liberalismo para no perder electorado porque es más fácil conectar hablando de derechos que de obligaciones.

Los presupuestos de España profundizan en la expansión del gasto público, intensifica por tanto la socialización de la riqueza, con la justificación de sostener-reforzar el estado del bienestar. Ni las subidas de impuestos lo han mejorado, ni con menos impuestos el estado del bienestar operó antes en condiciones más deficientes que las actuales. Es cierto que estados como los nórdicos tienen altos niveles de gasto público en relación al PIB, pero esa proporción va a la baja, está en el entorno medio del 45%, mientras que aquí no ha hecho más que subir y ya se sitúa por encima del 50% (no entramos a comparar la eficacia de ese gasto entre esos países y el nuestro). Solo esa diferencia porcentual en términos monetarios es una cantidad enorme de dinero que pasa de manos privadas al Estado, lo que por otra parte no se cubre ni con impuestos a las grandes compañías ni a los ricos, sale de ir apretando al alza los tipos impositivos, lo que recae sobre toda la sociedad. De poco sirve subir sueldos y pensiones si después se suben los impuestos y se generan inflación y alzas de precios por el exceso de gasto público. Del éxito de tales políticas nos hablan los bancos de alimentos vaciados, el crecimiento de la pobreza, mientras el dedo político señala la desigualdad, y el número de parados que no desciende pese al maquillaje del empleo público. Pero estamos en lo de siempre que es justificar los peores resultados por hacerse con las mejores intenciones, por más que un zarrapastroso intervencionismo demuestre su proverbial ineficacia.

No obstante, el problema más grave está en la ausencia de una alternativa clara. Es verdad que en una sociedad donde cualquier bobada puede acaparar millones de adherentes está infectada de un sentimentalismo paralizante y la mera alusión a cualquier partido de no estar dispuesto desde el Estado a beneficiar a la población, como si el dinero no procediera de los mismos beneficiados solo que redistribuida a conveniencia del poder, lo paraliza. No se puede desertar de la obligación de decir la verdad y arrostrar las consecuencias, porque rendirse no las evita y exponerlas abre la posibilidad de revertirlas, aunque te digan neoliberal. Hay que explicar que la cursi palabrería con la que se cubren todos esos dispendios procedentes de los impuestos y el endeudamiento no son más que eufemismos. La crítica a la Ley de Presupuestos se ha centrado en los aliados del Gobierno para conseguir su aprobación, lo que puede representar sin duda una cuestión moral relevante. Pero lo trascendente ahora era presentar una propuesta decididamente opuesta a unas políticas económicas que van más allá de obtener ventajas en año electoral para convertirse en un modelo de gestión que tiene, está teniendo, efectos letales para el progreso social. El descaro de un Ayuntamiento regalando 500 euros a todos los jóvenes que cumplan dieciocho años en 2.023 nos advierte que se está convirtiendo en norma de conducta el populismo económico, un camino seguro al empobrecimiento general.

 

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