Vivir fuera de la realidad / José María Sánchez Romera

Cuando desde el poder se convierte la política en un timo cualquier evidencia puede presentarse como un descubrimiento asombroso. Esta semana hemos sido testigos del siguiente hallazgo: Bildu no condena los atentados de ETA. Sus causahabientes califican su actividad como lucha armada entre un grupo (¿étnico?, pregunten por Sabino Arana) y un Estado represor de derechos históricos que, de existir, serían tan válidos como los que pueda tener España sobre el antiguo Reino de Nápoles. El tiempo congelado a la mejor conveniencia de cualquier anacronismo que quiera hacerse sitio en el infinito catálogo de exigencias que habilita la relatividad dogmática (esta no es relativa) del delirio posmoderno.
Y precisamente han sido los compañeros de legislatura que cabalgan sobre la ola progresista que impulsa nuestra sociedad (no entraremos en lo confuso de ese término como denunció Hayek) los primeros en aceptar que ha llegado el trágico momento del rasgado de vestiduras, que consiste en simular que lo que se sabe se ignora. Bildu nunca ha condenado el terrorismo, decirlo era, no más tarde de anteayer, usar un terrorismo que ya no existe, calumniar a un partido de progreso, feminista y ecologista. Como hemos apuntado más arriba los conceptos de pasado, presente y futuro, han dejado de ser convenciones universalmente admitidas para ser utilizadas como factores de algún propósito, habitualmente totalitario. El pasado puede ser la nada o el presente si conviene y viceversa, también puede una mentira ser el presente, el futuro puede fabricarse si se dispone de medios de propaganda eficientes. Así que lo que ha sido, es y seguramente será, que Bildu no condene los crímenes de ETA, desaparece como exigencia moral previa para ser un instrumento político atemporal, equiparable al cobro de los peajes en las autovías.
Paradójicamente el que ha estado más acertado en orden a ese moderado nivel de sinceridad que con la fe del carbonero esperamos de los políticos, ha sido el Presidente del Gobierno. Tan criticado por sus habituales cambios de opinión, en esto ha sido claro y persistente: seguirá contando con los votos de los causahabientes de ETA si ello sirve para gobernar en favor de la mayoría social (progresista, ecologista y feminista, recítese de tirón), otro concepto indeterminado que suele significar lo contrario de lo que quiere parecer a poco que se profundice. A Pedro Sánchez sólo le faltó decir, parafraseando a Franklin D. Roosevelt, aquello de “sí, son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta”, para ser completamente sincero. De lo anterior se deriva en última instancia, no nos engañemos, que para el Presidente las cuestiones éticas son un engorro que impide los avances sociales, disquisiciones metafísicas que sólo a la derecha concierne resolver por un cuyo pecado original que no barran ni sus mejores actos; al contrario de la izquierda, para la que ni los más catastróficos resultados empañarán algo que hechos, con injusta terquedad neoliberal, se niegan a corroborar. Para salvar este escollo los hechos serán degradados a la consideración de “opiniones” frente a las que podrán oponerse otras opiniones que los objeten, obviando de tal forma esas inoportunas evidencias que obligarían a cambiar la dirección en la que el progreso avanza imparable.
Todo lo anterior son síntomas parciales de algo más profundo: la fuga permanente de nuestra propia realidad. Esa realidad es que hoy estamos ante el fin de un conflicto larvado que ahora se muestra con fuerza culminando la reorganización de las corrientes ideológicas y de poder que se corresponde básicamente con el desaparecido bloque comunista. La unipolaridad global de los USA que siguió a aquello no fue aceptado por los perdedores más que como algo transitorio a revertir por quienes sufrieron la debacle mediante un nuevo modelo de alianzas menos atentas a lo ideológico. En ese reequilibrio geoestratégico se han ido admitiendo como coadyuvantes cuantos pueden actuar como contrapoder por más que la teoría diga que los proyectos de organización política y social de los coaligados son muy diferentes. El socialismo debería ser incompatible con las teocracias, como con el nacionalismo, pero esa no es lo que hoy se dibuja en el mundo, donde esa amalgama se ha concertado abiertamente para derribar el orden liberal, la mejor y más próspera civilización conocida hasta ahora.
En España vivimos de espaldas a todo eso y la ciudadanía está bajo el síndrome del niño-burbuja, protegida por un optimismo impostado que trata de ocultar nuestra verdadera situación de un patógeno ahora maligno y antes llamado verdad. Lo cierto es que se nos hace vivir con el espejismo de unas grandes ambiciones sostenidas por ideas muy pequeñas. Desde la fatal arrogancia de arreglar en un mes el problema de Palestina, algo que no han logrado desde 1.948 los grandes actores internacionales, hasta proclamar nuestra fortaleza económica sostenida en una deuda pública superior a nuestro PIB anual, entre otros muchos déficits de todo orden, nuestra enajenación respecto de lo que objetivamente somos debería ser grave motivo de alarma para gente responsable. Ocupados en sacar apuradamente algún decreto-ley, en lo que el Sr. Puigdemont pueda decir o en descubrir, como ya hemos dicho, lo que nunca ha dejado de ser Bildu, no nos estamos preparando para lo que puede venir. Si uno de esos ataques selectivos, con los que juegan al ratón y al gato esos estados mayores donde no faltarán necios que no deberían estar ahí, se descontrola y se produce una escalada bélica, antecedentes por episodios menores hay en la historia, nuestras debilidades (ante todo, una endémica dependencia del exterior) quedarán al descubierto. Entonces, abocados a los problemas que un mundo en crisis implica, conoceremos la realidad de lo que son privaciones y la cofradía del santo temor a los recortes sabrá por fin lo que eso significa cuando las cosas van en serio. Lo que ocurre siempre y en todo caso cuando los gobiernos sustituyen programas de gestión razonables por utópicas, o distópicas, agendas ideológicas.
 

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