Contamíname era una canción de Ana Belén. Hoy sería Aléjate al menos dos metros. El verano este viene de lejanías como el ser de Heidegger y como Fabrizzio del Dongo, pasando por Waterloo, sin enterarse que aquello era el final del Imperio napoleónico. Ahora mismo estamos en el presente, y como todo presente, aunque no lo sepamos, traumático y sin mucho atisbo de ver el futuro como nueva normalidad, por mucho que se empeñen las consignas gubernamentales.
El presente siempre ha sido ciego ante su minuto posterior sin que vidente haya que lo pueda acertar a no ser un misterioso y esotérico pálpito: quién puede estar seguro que la maquinaria de su cuerpo no puede fallar fatalmente a la vuelta del minutero, ni que una simple combinación de números en la lotería le arranque de la miseria para hacerle millonario de un día para otro.
Hasta ahora las anteriores eran circunstancias que sucedían, pero desde ahora deberemos contar con el Apocalipsis de San Juan como alta probabilidad de realidad. Si quieres un consejo no quedes a meses vista para un viaje o para una cita. Nada más cierto en estos días que el carpe diem, nada más relajante que dejarse llevar por el alea iacta est o en modo añoranza de lo que fue un beatus ille que incluso puede acogerse a la etiqueta de vintage. Y no obstante, todas esas alocuciones de la sabiduría clásica podría tener una prudencia profiláctica ante la acelerada neurosis materialista a la que en estos días parece ser únicamente a lo que se guarda duelo.
Si se han fijado, a la gente le ha cogido una fijación con los bares que raya en la neurosis. Y lo más preocupante es que se deben imaginar que esos locales son inmunes al contagio ante el irreflexivo comportamiento que manifiestan. Así, son muchos los propietarios que se muestran preocupados ante situaciones de absoluta inhibición de algunos clientes, mientras que carteles de advertencia de cómo comportarse se amontonan en paredes y mesas. No obstante hay quienes hacen caso omiso a cualquiera de ellos.
Sirva como ejemplo la situación que presencie en uno de estos locales. El bar, a primera hora de la tarde-noche estaba vacío cuando entraron cuatro personas. Nada más hacerlo dos de ellos se quitaron la mascarilla como si se respirara en el local un ozono reparador o estuviese en órbita ajena a cualquier contaminación. En principio se sentaron en una mesa alta soltando gorras, bolsos y mascarillas sobre la mesa, pero a uno de ellos la situación de la mesa no le gustó y se cambiaron a otra; pero tampoco fue del gusto de un segundo y así recorrieron tres hasta que definitivamente el sitio escogido obtuvo el aprobado general. Obviamente, la camarera tuvo que ir desinfectando cada una de las mesas desechadas. Pero, claro está que ellos no habían reparado en ese pequeño detalle. Una vez servidos, a dos les sonó el movil y se separaron de los otros dos. ¿Y dónde cree que fueron a hablar?: a cada una de las mesas rechazadas anteriormente y que ya habían sido desinfectadas por la paciente camarera. La conversación telefónica, obviamente a manos libres, era sobre una despedida de soltero que tendría lugar el fin de semana. Recuerdo una frase reciente de Frédéric Beigbeder «la gilipollez viaja a la misma velocidad que un virus mortal».
Ante el escenario, no me creo a quien pronostica un cambio en los hábitos sociales, y no precisamente en lo que se refiere al uso de mascarillas protectoras e higiénicos hidrogeles, este cambio sería de mucho más calado y con trascendencia a múltiples disciplinas que compone el entramado social. Me pasmo cuando oigo, qué ojala sea, que tras del corona la sociedad saldrá más fuerte ¿Han visto al hámster que corre en su rueda? Pues ya no digo más.
