A pie de foto / Las olas
El levante de julio es un clásico del verano o lo que es un clásico del verano sea el oleaje, ya de levante o poniente, que tanto nos ha gustado cuando niños. Nada que ver con ese aburrido, insípido y hortera sucedáneo mar de olas de los parques temáticos. En nuestro oleaje había aventura para imaginarnos ser los héroes de un naufragio que habíamos leído en Julio Verne o visto la noche anterior en aquellas películas de bucaneros de los cines de verano. Había energía en estado puro. Era cuando jugábamos al peligro y este se dejaba jugar.
La ola que rompía en la orilla con nosotros dentro era un vórtice de fuerza que nos atrapaba en su rugir; el poderoso movimiento que nos agitaba a su capricho como hielos agitados en una coctelera que al final se confundían con la espuma blanca que, tras tanto zarandeo, era suave lengua sobre la superficie de la arena negra de la playa arrastrando el pecio que éramos sobre su superficie. Habíamos sobrevivido a aquella experiencia de furia y ruido con algún heroico arañazo sobre la piel y volvíamos una y tras otra a adentrarnos en esa gruta azul que nos engullía y una y otra vez nos regurgitaba sin devorarnos como la ballena hacía con el profeta Jonas.
Luego está el rompeolas de la vida que no es amable, ni la cresta de su ola tras cubrirnos nos deja ganas de repetir la inmersión, pues hay revolcones del que no salimos indemnes e incluso los hay de herida fatal.
Hoy las olas del mar de todos los veranos suspende la agenda del día y sus trabajos para llevarnos, tal que una magdalena proustiana, a ser esos niños que hoy y siempre festonean la orilla de cuerpos sumidos en el jolgorio del movimiento, que incansables una vez y otra buscan el torbellino de la felicidad.
No obstante, mientras escribo esto, observo que un vigilante de la playa amonesta a los muchachos, que surfean sus cuerpos sobre el rompiente, por infringir la normativa de baño con oleaje. El Estado protector en la época del humúnculo, pero ¿ quién nos protege de él mismo?
J Celorrio