“Spain is different”, aquel eslogan turístico de los años sesenta encerraba sin pretenderlo más claves de lo que pretendía. Aparte de lo geográfico y lo costumbrista, no puede discutirse que, en términos sociológicos, y políticos por derivación, España como totalidad es, desde luego, diferente. Muy diferente.
En veinticuatro horas esquizofrénicas hemos asistido a las contracciones previas a ese parto de los montes llamado “gobierno de progreso” bajo la supervisión ginecológica del Doctor Puigdemont, restituido oficiosamente en su dignidad de “President” vía nota conjunta con el PSOE. En ese tiempo ha tenido lugar el acto solemnísimo de la jura de la Constitución por la Princesa de Asturias, significación de la continuidad del sistema surgido de la Constitución de 1.978. La Monarquía parlamentaria, símbolo y ábside de nuestra democracia, salvo imprevisto, se sostendrá por un Gobierno con los pies de barro proporcionados por quienes quieren destruir la Constitución, la Nación y la Monarquía (ni la confiada rana que cargó con el escorpión para cruzar un río corrió más peligro). Realidad política frente a representación, una formalidad legal vigente que se fractura, la seguridad jurídica y la ley se están negociando a cambio de ocupar el Gobierno, aunque sea sin poder. Se nos dice que eso es hacer política, o sea, teatro en gran medida, pero ni en política ni en nada son buenos los excesos y la elasticidad asociada a la idea de “hacer política” no deja de tener sus límites, aunque el oportunismo contemporáneo parezca haberlos engullido. Las inverosímiles explicaciones que a cada paso oímos para justificar las decisiones que van jalonando la formación de gobierno basadas en la rigurosa constitucionalidad de lo inconstitucional, nos condice al imposible metafísico de un Estado sostenido por quienes tienen como objetivo deshacerlo. La cuestión desborda la dicotomía de “bueno-malo” para caer en el teatro del absurdo.
Para quienes asisten confundidos a la sucesión de afirmaciones solemnes referidas a lo que nunca podría ser y luego termina siendo, la convalidación “ex post facto” de la ilegalidad no es nueva, en los estertores de la Segunda República la excusa recurrente para contemporizar con la vulneración de la ley era la preservación de la paz social. Obviamente la necesidad de aprobar normas a la carta para calmar los espíritus agitados por las injusticias sólo alcanzaba a los adeptos, un modelo de gestión de los asuntos públicos cuyo resultado quedó poco después grabado a fuego (literalmente) en la historia. Esperemos que en esta ocasión esa historia se repita como farsa y no como tragedia.
Todo esto tiene un inspirador que seguramente en la necesidad de improvisar constantemente ha terminado creando un modelo: Pedro Sánchez. El Presidente ha hecho del PSOE una pirámide invertida que él sólo sostiene, como un Atlas de carne y hueso, y cuando ceda esa escuálida base, que cederá, aunque ahora parezca imposible, el Partido quedará reducido a escombros, de lo cual será estúpido alegrarse porque de entre los restos puede emerger cualquier Mélenchon insumiso con nostalgias jacobinas y hechuras de Robespierre. Pero antes de que llegue a cumplirse la hipótesis de esa debacle pueden tener lugar problemas muchos más graves. No hay que descartar que acierten quienes se burlan de los que hablan de la ruptura de España como consecuencia de unos pactos que juzgan peligrosos para la continuidad del proyecto constitucional y la propia existencia de la Nación Española. Lo que ocurre es que, de llevar razón, ellos están todavía más ciegos. Efectivamente España no se va a romper porque el pasado es inalterable y por tanto sus resultados, es un poso donde se han mezclado lo material y lo espiritual formando un intangible que no se elimina por mucha ingeniería legal que así lo disponga. De ahí que el secesionismo acuda a la tergiversación de la historia negando lo que ha sido y lo que todavía es, inventando un nexo propio con un pasado que nunca tuvo lugar. Pero lo que sí se está rompiendo es el Estado, el exoesqueleto de la Nación, que, a base de ir cediendo hegemonía en los territorios dominados por el nacionalismo y fortaleciendo a la vez ese poder excluyente con privilegios económicos que son el pago con el que se va renovando el apoyo parlamentario. De ahí la incesante necesidad de apretar la tuerca tributaria, lo que no evitará la quiebra política que vendrá causada por la económica, porque cuando ya no haya más que extraer, el modelo es la implosión de la URSS, unas comunidades que ya estarán funcionando de facto como estados libres asociados, se descolgarán sin resistencia ante la anomia del poder central. El futuro Gobierno puede ser como una “aldea Potemkin”, un poder de cartón-piedra cuyos miembros tendrán que dedicar su tiempo a la cháchara inocua, virtuosamente woke, de alertar sobre el peligro que constituyen los modernos lobos hobbesianos: la derecha y el neoliberalismo.
Para el optimismo ayer pudimos ver por televisión algunas escenas del transcurso de los actos institucionales donde las élites de la Nación compartieron con absoluta normalidad espacios y convivencia de composición muy heterogénea que desde luego es lo menos que puede esperarse en una sociedad democrática y por consiguiente civilizada. Eso lleva a cuestionarnos la impostada agresividad con que se prodiga el poder transmitiendo a la ciudadanía una tensión innecesaria. La efeméride sería una buena oportunidad para resignificar la forma en que se conduce el debate político para llevarlo a los terrenos de la racionalidad que es tanto como mostrar algo de respeto por los gobernados. La esperanza sin embargo acaba cediendo ante esa certeza llamada “cambio de opinión”
José María Sánchez Romera