El más desavisado de los españoles habrá podido advertir que de un tiempo a esta parte la encarnizada lucha partidista se ha trasladado a campos ideológicos compartidos. Producto sin duda de la fragmentación de siglas que compiten por atraerse un mismo electorado, la política empieza a parecerse a un festín antropófago con posibilidades de alcanzar el apocalipsis zombi. Examinemos nuestro particular Campo de Agramante.
El Gobierno está integrado por dos partidos cuya unidad de miras es la misma que la del bifronte dios Jano. Feminismo, impuestos, relaciones exteriores, gestión económica, nacionalizaciones, violencia callejera…Si hay algún asunto en el que no discrepen de principio y por principios sólo será porque no se haya planteado. Parece prematuro hablar de estado fallido, tampoco sería la primera vez, pero la idea de gobierno fallido no resulta una fabulación conspirativa destinada a derribar el llamado gobierno de progreso. A estas alturas se trata de una verdad que, como las que se proclamaron en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, se manifiesta evidente por sí misma. Sólo si se cumple el axioma marxista más famoso, el que asegura el abandono de unos principios por otros a conveniencia del que los profesa, el Ejecutivo podrá sostenerse, pero solo en un equilibrio precario que resultará estéril. La profética visión de su propio insomnio por parte del Presidente Sánchez respecto a ese pacto no demuestra otra cosa que la temeridad que cometió al suscribirlo ya que era plenamente consciente de lo que ocurriría después.
El centro-derecha (y teórica oposición, dependiendo del lance, porque entre unos y otros, con visos de ajuste de cuentas fratricida, han salvado al Gobierno de más de una derrota parlamentaria), no anda mejor, aunque las consecuencias a corto plazo de sus discordias no causen tanta perturbación como la que provoca un gobierno a la gresca que no disimula públicamente su divorcio de facto. Desde el año 2.015 el centro y la derecha se han ido segmentando hasta alcanzar una trinidad que en nuestro caso no encierra ningún misterio. A la burocratización gestora de Rajoy el votante le respondió que quería algo más que una eficacia administrativa carente de la menor tensión ideológica. Las elecciones catalanas de la semana pasada no han hecho más que aumentar la confusión, pues ahora la fortaleza de cada partido se mide por territorios de tal manera que la moderación que funciona en unos en otros conduce a la irrelevancia. Esto significa que el centro-derecha se cantonaliza a la vez que cuartea sus votos por la mutua resta que implican las opciones que sean minoritarias en cada circunscripción electoral. El partido con menos sufragios actuará como divisor que achicará el cociente resultante de los ganadores dentro de su terreno ideológico. No obstante, y antes de todo, solo desde la previa y firme asunción de que las políticas sociales son el fracaso de la política, puede construirse un concepto de gobierno coherente con la filosofía propia. El estado tiene que ser subsidiario y agente de último recurso para situaciones de necesidad inaplazable, no el mayor capitalista nacional. Dirigir el país con las ideas del adversario solo permite aspirar a una efímera administración de lo ajeno. De momento no se advierte entre los concernidos, dolor de los pecados y menos aún propósito de enmienda. El mal menor puede ser una especie de C.E.D.A. acorde al siglo XXI.
El nacionalismo catalán como frente unido ha vivido embozado tras la suprema aspiración de la independencia, pero cada vez tiene más dificultades para esconder unas disensiones tan profundas que ni el sueño compartido de la secesión puede ya ocultar. Estas diferencias no son otras que el abismo ideológico que separa un catalanismo más o menos centrista, todo lo que hoy representa la antigua Convergencia y Unión, de la opción de izquierda cada vez más radical que representa Esquerra Republicana, a la que se percibe mucho más cómoda para entenderse con la CUP y con los denominados “Comunes”. Si trasladamos por un momento esa ruptura a un hipotético escenario de independencia no será difícil imaginar la situación de conflicto civil abierto que se generaría. Ver a los dirigentes de la Generalidad criticando la actuación de la policía que ellos mismos dirigen trasluce un estado de esquizofrenia aterrador que nos habla de una institución en colapso. La gestión ordinaria de las competencias que tiene encomendadas la autoridad propia de Cataluña ya no existe porque dichas competencias y los recursos que las leyes del Estado le otorgan se dedican abiertamente al proceso revolucionario en curso, el cual no se detiene ni ante la obsequiosa actitud y las concesiones utilizadas como contrapartidas por el poder central para obtener el desistimiento. La permanente oferta de zanahoria sin palo no causa el menor efecto apaciguador en el separatismo. Por el momento los secesionistas persisten en mantener rumbo de colisión.
En el nacionalismo vasco la batalla ideológica, que vendrá, no se ha planteado aún porque aún están atentos al laboratorio catalán. Apoyan al separatismo pero se guardan mucho de imitarlo, se han pasado muchos años con la región desvencijada por causa del terrorismo como para echar por tierra la estabilidad y prosperidad recuperadas. Pero sólo es un combate aplazado. El mundo nacionalista vasco tiene una cita indeclinable el día en que BILDU, o como quiera que se llame entonces y PNV, queden solos frente a frente. Los que arreaban al árbol y los que recogían las nueces, según la metafórica descripción del reparto de roles que se atribuyó al ya fallecido Arzallus. No es difícil adivinar quién partirá con ventaja.
Dado que las élites en el poder funcionan de manera anárquica en la medida que por encima de ellas no existe poder coercitivo alguno, porque son el propio Estado, la solución a este pandemónium no se ofrece fácil ni se ve próxima. En un frontispicio imaginario se grabó (a golpe de consigna servida por las televisiones) lo que nos ha alentado a aceptar resignadamente cuanto llevamos padecido durante casi un año: salir más fuertes. Ahora no es más que un sarcasmo.
España hoy.
José María Sánchez Romera.