Los renglones torcidos del intervencionismo / José María Sánchez Romera

 

Hace escasos días el Presidente de los USA Joe Biden ha presentado su llamada Ley para la reducción de la inflación. Para lograr ese propósito pretende por un lado subir los impuestos y por otro gastar más de 400.000 mil millones de dólares básicamente en el combate contra el cambio climático. Junto al ya familiar adjetivo de calificar como “histórica” casi cualquier ley, su objetivo declarado es “brindar progreso y prosperidad a las familias estadounidenses…mostrar a los estadounidenses que la democracia todavía funciona en Estados Unidos”. Entendamos bien: es un concepto de la democracia en la que el gobierno decide cómo viven mejor sus ciudadanos y no cómo éstos lo deciden por sí mismos. Salvando lo anterior, una opinión convencional sería que en plena escalada inflacionaria seguir inyectando dinero en la economía es más inflación. Pese a que en estos tiempos las opiniones convencionales encuentran por lo general escasa acogida, lo normal sería pensar que el Sr. Biden se ha presentado a apagar un incendio cargado de bidones de gasolina. Porque además Biden mezcla dos cosas que no tienen nada que ver, inflación y cambio climático, que asocia de manera arbitraria con el único objetivo de justificar la nueva escalada del intervencionismo estatal, más impuestos y más gasto. Ninguna novedad.

En apoyo del Presidente, sustituyendo al habitual en esas tareas, el premio Nobel Paul Krugman, neokeynesiano, ha salido otro premio Nobel, también neokeynesiano, Joseph Stiglitz, con el fabuloso argumento de que quienes se oponen a la ley del Presidente se basan en predicciones que él refuta oponiendo las suyas. Convertido así el debate en una cuestión de fe se demuestra que los premios Nobel ya vienen tocando fondo desde hace bastantes años. Stiglitz obtuvo el Nobel por sus trabajos sobre la técnica usada por un agente económico para extraer la información privada de otro, lo que no es ninguna novedad desde que Hitchcock rodó “Cortina rasgada”. De todas formas, la ley del Sr. Biden nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la cuestión del intervencionismo económico y la preocupación por el cambio climático, en el que éste ya anticipamos que no es más que un factor ocasional de aquel, pero que tiene interés si se relacionan las bases que tratan de justificar a ambos.

Si nos centramos en lo que valida que el Estado trate de equilibrar la economía, regulando el mercado o a través de las políticas fiscales, la explicación viene dada por la necesidad de eliminar de manera inmediata consecuencias indeseadas que se derivan de la libertad económica. De esa forma se redistribuye más justamente la renta y se atiende a los más desfavorecidos o perjudicados a los que la estricta ley del mercado deja en una situación precaria. Si para ello ha de recurrirse al endeudamiento público masivo, creando una deuda prácticamente perpetua, y además deben multiplicarse los impuestos de manera constante, el objetivo buscado no permite dudar de los medios. Dado que las necesidades materiales son perentorias las soluciones no permiten aplazamientos y por consiguiente que las futuras generaciones deban hacer frente al pago de inmensos déficits públicos, un sacrificio necesario. Esa es en esencia la descripción teórica de la postura intervencionista, no entramos de lleno en su crítica, sí baste solo recordar que los defensores de estas políticas lo son en realidad por principio y más allá de la necesidad como lo prueba el que en USA apoyaran ingentes gastos militares con tal de que los presupuestos federales no sufrieran recortes.

De forma abiertamente contradictoria a lo anterior, el cambio climático se presenta como el esfuerzo de esta generación para que las venideras disfruten de un planeta mucho más habitable exento de contaminación. Convertida la emergencia climática en un vaticinio historicista más en el que no se admite el debate ni siquiera aceptando su tesis como punto de partida, lo que podemos encontrarnos, y esta es una probabilidad razonable, es una Tierra libre de contaminación habitada por seres retornados a la era preindustrial a causa a decisiones movidas por causas primordialmente ideológicas, invirtiendo demenciales sumas de dinero en fuentes de energía escasamente eficientes. Pero lo fundamental en lo que aquí interesa: si en las políticas económicas resulta que rige el corto plazo y la perentoriedad, no tiene sentido que en las climáticas sea la mirada al futuro y que para ello se haya de sacrificar a la generación presente, que se trasladará a las futuras, con escasez, limitaciones, energía cara y empobrecedora y bajo la permanente amenaza del apocalipsis climático…dentro de ¿veinte, cincuenta, cien años?, dependiendo de muy variados pronósticos. ¿Vamos a vivir una situación estática que hace inalterables las previsiones más pesimistas? ¿Alguien conoce el futuro? ¿No dice ese sedicente progresismo que se debe vivir con arreglo al presente? A esas preguntas no hay respuestas convincentes.

Parece que esa versión de un Estado talla XXL, al igual que se dice de Dios, escribe derecho en renglones torcidos, ya que tanto si decide en un sentido como en el contrario será por una buena causa, aunque en la práctica sabemos que esto no es así. La coherencia siempre nos da dos mensajes: una creencia honrada y un pensamiento estructurado, el resto es engaño, las teorías o son generales o no son. El intervencionismo promete solucionar todos los problemas como los anuncios de agua de colonia aseguran el éxito en la seducción. Detesta el mercado, pero utiliza las ideas que, como mercancías, se lanzan en función de lo que coticen por su impacto propagandístico y no por su eficacia, utilizándolas para la ocupación del poder que es el negocio más lucrativo que se conoce.

José María Sánchez Romera

 

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