Mis crónicas de agosto o6 / Los veraneantes

 

«una enorme buganvilla -cuyas cascadas de seda episcopal se derramaba por encima de la verja- confería en la oscuridad una apariencia de esplendor»
G. Tomasi di Lampedusa

Cuando entonces, la llegada del calor suponía en el litoral la venida de los veraneantes. Eran escasos, pero esos pocos veraneaban la temporada entera y llegaban a sus lugares de destino, casa familiar de playa, con un complicado arsenal de baúles, maletas y cajas con intendencias varias. Los había quienes viajaban hasta con el electrodoméstico esencial de entonces que era la navera y algunos llevaban una aparatosa caja mueble que era una elegante radio.

A aquellos veraneantes los conocían todos en el pueblo, pero sólo entre ellos se trataban: pues en muchos casos componían una tradición de varias generaciones cuya fortuna familiar provenía precisamente de aquel paraje que habían abandonado cuando el crecimiento de la misma dictó que había que vivir en ciudades mas afines a su nuevo estatus. Así, formaban un grupo endógeno que mantenía con los lugareños mero contacto de servidumbre. Aunque reconozcamos que, en fechas señaladas del santoral o aniversario familiar sucedía algún encuentro con los parientes menos afortunados que habían quedado en el pueblo. Tema de conversación playera en esa concreta fecha a la hora del baño y que suponía la queja entre las señoras foráneas, ya que la suegra de Mimí, «que como sabéis era de este pueblo celebra su cumpleaños y hace una merienda a la que invita a los primos lugareños. Un fastidio para Mimí, que no los aguanta, y para nuestra partida de canasta que queda desparejada».

Por su parte, en las parientas del pueblo de la suegra de Mimí había discrepancia de opinión entre las que no aguantaban el aire de superioridad de la nuera y quienes admiraban, decían, su elegancia y naturalidad en el trato. El lector puede pensar, y está en su derecho de hacerlo, qué perspectivas tan incompatibles de una misma persona responden o bien a una patología bipolar del personaje o a la envidia en unas y la llaneza y simpleza de las otras. Pero todo tiene su explicación y así lo sintetizaba Beatito del Niño Jesús ( ver al personaje en Una historia incorrecta) entre el gratín gratiné de los veraneantes nocturnos en el bar de aquel hotel llamado Sexi: » Mimí, tan pavernue la pobre, ha enloquecido con Lo que el viento se llevó, y unas veces es Escarlata y otras Melania. Y gracias a que su interés literario no llega más allá de los seriales rediofónicos, y quedándole lejos Madame Bovary, se libra el pobre Antonio José de los Laureles, él tan de la Obra, de ir coronado como ciervo en tiempo de berrea». Todos reían la ocurrencia, aunque siempre quedaba la incognita morbosa de quien fuera esa Bovary que mentaba Beatito.

No obstante, aquellos veraneantes imponían su influencia en los lugareños y sobre todo en los ordenes femeninos puesto que llevaban la moda de las capitales y sus innovaciones en el vestir . Aquellas señoritas eran las más envidiadas por el lucimiento que comportaba aquellos nuevos usos importados de otros sitios y que ellas incorporaban al escenario del verano con la aquiescencia de sus progenitores, a quienes alejados de cualquier eco de sociedad no importaba que en población tan exigua y carente de influencia exterior los jóvenes de la casa, dulces y locos pájaros de juventud, organizaran un escandalo por acortar la falda dos centímetros, recorrer las tabernas del pueblo de madrugada con una cogorza monumental a lo vitelloni de Fellini o celebrar un guateque que acababa en una playa cercana que finalizaba en el cuartelillo de la Guardia Civil cuyos números al siguiente día eran expedientados por haber osado detener a herederos tan provectos.

A estos pueblos, concretamente en el litoral, un verano comenzaron a llegar extranjeros que se les reconocía con el gentilicio de franceses, ya fuesen ingleses. suecos o escoceses. Al principio se les miraba con desconfianza, a no ser que estos fueran huéspedes del hotel de la localidad y por tanto con el salvoconducto necesario por parte de las autoridades locales. Los veraneantes, los más snob, comenzaron breves escarceos con los mismos e incluso las damas más a la page ponían en práctica sus nociones de francés de cuando sus estudios en las monjas. Pronto el hotel inició una serie de verbenas nocturnas donde una orquesta con vocalista (muy nombrada en estas memorias) ponían el vendaje sonoro a los estampados, las brillantinas y los perfumes parisinos. Allí los papas y las mamas intuían que Europa era franquista y que hasta los franceses, ya digo todo lo que no hablara el idioma del Imperio hacia Dios, abrían su corazón, y en algunos casos el coño, al régimen.

Pero en toda caída de imperios siempre hay un detalle nimio que anuncia la debacle y al que no se presta ninguna atención. Y aquellos veraneantes, que seguían sesteando comme il faut, estaban asistiendo sin saberlo, tal que no advirtió Fabrizio del Dongo que asistía a la batalla de Waterloo, que el final de un mundo se les venía encima en la caída fatal de la araña de cristal que, una noche en uno de aquellos comedores de verano en una casa de abolengo, algo apiojada de tiempo y orin de humedad, se desplomó sobre la mesa de los comensales matando de una tacada a la señora de la casa y a dos de su invitados que ante el susto sufrieron fatales síncopes cardiacos, mientras el vino se mezclaba con la sangre sobre la delicada mantelería de lino del XIX, hasta entonces impoluto aunque amenazado de larvas de polilla. Y fue aquel suceso el principio desatador de todo fin, peor que una revolución para aquellas familias y sus veraneos, ya que de ese fatal desenlace los deudos de la señora y del resto de víctimas descartaron volver más al escenario de la desgracia y cerraron sus casas y los herederos, las matronas de aquellas familias eran multíparas, determinaron por vender a sórdidos especuladores que con munificencia municipal construyeron fachosas torres de edificios.

Aquel charme, bien es verdad que de siempre algo desteñido y nada parecido al azul Klein de las costas doradas del turismo internacional, fue diluyéndose en sentimiento que amortajaba de tristeza el ambiente que es como suelen morir los linajes que van a menos y que no tienen en cuenta aquello que se dice en El Gatopardo de Lampedusa de que «si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Luego el veraneo devino en asunto diferente y los que resurgieron lo hicieron de manera más moderna, democrática, bullanguera; todo algo inelegante si lo comparamos con aquellas buganvillas de seda episcopal.

Hoy aquellos veraneantes de apellidos compuestos con calzador y de verbo de futuro sin mucha conjugación son espectros que se mueven vagarosos como la brisa en alguna tórrida tarde del verano.

Javier Celorrio 2023

 

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