Cómo debe estar el país (y El País) para que el histórico director del que fue primer diario nacional, Juan Luis Cebrián, ande dejándose entrevistar en las que su amigo Pérez Rubalcaba llamaba “televisiones de la extrema derecha”, un argumento recurrente con el que respondía a Ignacio Gil Lázaro cuando este lo “atormentaba” en el Congreso interpelándolo como Ministro del Interior por el soplo a la ETA de la operación preparada por la Policía en el bar “Faisán”. Y es que en España a medida que se ha ido fragmentando y obteniendo representación la oferta política, se ha vuelto impredecible y un trasunto de la teoría del caos. En ese universo inestable, al igual que la hipótesis del aleteo de la mariposa, como causa remota de un huracán, una combinación de palabras como aborto, feto y latido, ha creado de la nada un pandemónium de proporciones bíblicas. Y no es solo porque estamos en año electoral, es que estructuralmente la gestión del Estado se articula sobre esos “Mcguffins” que, a imitación de su creador Hitchcock, desaparecen sin la menor trascendencia de los discursos porque no significan nada, solo tratan de evitar que se vea que el Gobierno está desnudo.
Las declaraciones del Sr. García Gallardo sobre la idea de crear un protocolo de información para mujeres embarazadas, también a las que tuvieran pensado abortar, ha permitido por una semana que el Gobierno más intervencionista que en democracia recordamos haya votado a Bríos porque otro Gobierno haya querido imitar su tendencia a entrometerse en las decisiones privadas de las personas. La cuestión ha cobrado tal grado de agitación y desorden que ha imitado aquella recurrente escena de las viejas películas del Oeste donde el “saloon” servía de cuadrilátero para una reyerta multitudinaria en la que nadie sabía a quién golpeaba ni de quién recibía los golpes, que perfectamente podían acabar viniendo del amigo con el que llegó a tomar los tragos. De hecho, así ha acabado el centro-derecha político y mediático, enloquecido en una sucesión de ataques y contraataques en los que no han faltado los ajustes de cuentas por cuestiones personales. Todo un espectáculo que ha buscado como excusa un problema de graves implicaciones éticas que merecería la búsqueda de respuestas a ese drama humano y no su utilización para dividir a la sociedad. Ni el Gobierno ha podido elegir peor la polémica para distraer la atención de sus fracasos legislativos, ni la Oposición ser más torpe dejándose enredar en la faceta puramente artificial de la polémica.
Como el protocolo no se había aprobado no había caso y por tanto la sobreactuación carecía ya de recorrido, el Gobierno anunció su satisfacción por haber conjurado un grave ataque a la libertad de todas las mujeres, cuyo origen biológico o heteropatricarcal depende de la ley que se tome como referencia, eso sí, advirtiendo que seguiría vigilante con el asunto. La necesidad de exagerar la gravedad de los hechos hizo incluir a “todas” las mujeres como salvadas del proyecto liberticida, según se dijo en la habitual rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, un “todas” que por lógica incluye a las que no pueden tener hijos, lo que constituye un disruptivo hallazgo que marcará sin duda una nueva era en la ginecología.
Desgraciadamente la política por impulso de unos e imitación de otros se ha ido materializando en el continuo lanzamiento de mensajes prácticamente vacíos que delatan un enorme desprecio por sus destinatarios. Van desapareciendo los límites morales sobre el contenido de lo que desde el poder se transmite a la sociedad. Cualquier cosa, por falsa que sea, con el único objetivo de mantener las posiciones políticas propias al margen de toda evidencia, se dice públicamente contrariando a la mismísima realidad. Casos como la negativa a reformar la llamada ley del “sí es sí” a pesar de los desastrosos efectos de su aplicación u oír a la Vicepresidenta del Gobierno y Ministra de Asuntos Económicos que España, con un billón y medio de euros de deuda pública y dependiendo su financiación de que la siga comprando el BCE, va a ser la “locomotora” económica de Europa, dan idea del nivel de responsabilidad que vive instalada en lo más alto de la escala gubernamental. El salto cualitativo del modelo ya se está gestando en los USA, que ahora solo marca tendencia para mal, donde algunos teóricos de prestigio están aconsejando al Gobierno de Biden, elegido para salvar las instituciones democráticas, que, si los republicanos no votan aumentar el techo de gasto, con una deuda que supera los 31 billones de dólares, se ignore al Congreso y si éste acude al Tribunal Supremo, se disuelva y nombre otro. Palabras que muchas veces preceden a los hechos destruyendo la democracia y con ella la prosperidad de las naciones.
Cuenta Antony Beevor en su libro sobre la Revolución Rusa cómo los bolcheviques adquirieron gran ventaja sobre sus oponentes políticos, llamados indiscriminadamente contrarrevolucionarios y a los que eliminarían en todos los sentidos, prescindiendo de convencer a la audiencia mediante argumentos, utilizando en su lugar consignas. Con ellos se mantenía constante la agitación revolucionaria hasta alcanzar los objetivos de suprimir completamente orden social y económico precedente sin considerar las consecuencias, en un experimento de tabla rasa histórica sin precedentes. El éxito propagandístico consolidó a los bolcheviques en el poder, pero también “una penumbra prehistórica” (en expresión de Victor Serge) de hambre y frío que se prolongó durante décadas. Por si alguien no lo sabe, el guion está escrito.
José María Sánchez Romera